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La colonización inglesa, la holandesa y hasta la misma francesa, bien se estudie bajo el cosmopolitismo comercial de Singapore; bien en las primitivas costumbres del malabar que lleva sus dedos á la frente en señal de acatamiento ante una civilización de que se utiliza, por más que no comprende; bien se aquilate en las colosales obras de la cisterna de Aden; bien en las riquezas de los mercados de Calcuta y Bombay; bien en la transigencia de la pagoda; bien en las sagradas corrientes que baten la druídica peña ó dan vida al muérdago del sacrificio; bien que esa colonización se levante á la sombra del peñasco de Hong-Kong, atalaya que vigila al Celeste Imperio; bien que se extienda por las abrasadas arenas de la Arabia, bíblicos recuerdos que evocan las civilizaciones faraónicas; bien que respete antiguos usos, contemporizando con las grotescas fórmulas del ritual cipayo; bien viva bajo el protectorado yankee en las ondas del Pacífico; bien á la sombra de la tricolor bandera de Saigón; bien que se extienda desde los modestos establecimientos de Macao, á las opulentas factorías de la India y de Java, donde el indígena percibe los efectos del telégrafo y del vapor, sin que jamás llegue al conocimiento científico de las causas que obran bajo el émbolo de la caldera que desarrolla la fuerza ó la confusión de los elementos de la pila que arrancan el rayo; bien que la metrópoli explote, ora el sensualismo malabar, ora el embrutecimiento en que reduce al chino las perniciosas emanaciones del anfión, siempre vemos su razón de ser, su principio vital de conservación, extremo al cual debe llevar la raza dominante todo su estudio, toda su ciencia y todos sus cuidados.

El artista aprecia con los ojos del alma las más sublimes imágenes y sueña con la realización de su ideal, viendo surgir de las tornasoladas espumas los rayos de luz que iluminaron la mente de Murillo y Rafael; las columnas monolíticas, imperecederas memorias de edades prehistóricas; las atrevidas afiligranadas ojivas moriscas, síntesis de la mas grande de las epopeyas; las medrosas siluetas de las esfinges faraónicas con sus impenetrables jeroglíficos; los derruídos circos romanos, compendio de la salvaje barbarie, al par que del sibaritismo de los antiguos imperios; los truncados altares druídicos con los tiernos recuerdos de sus vestales, y lo horrible de sus sacrificios; los almenados cubos de las feudales torres, con sus severas damas, sus tiernos trovadores, sus rientes bufones, sus turbulentos caballeros; la estalactítica gruta, débil remedo del sumo poder; el triunfo, el genio, la gloria, las aspiraciones, la esperanza, el amor, las titánicas empresas; todo, todo cuanto embellece la vida desfila ante el letárgico estupor á que predispone la contemplación de todo lo grande..

La pared remedaba las murallas egipcias, porque el yeso, cayéndose, y la lluvia, manchando, habían bosquejado allí mil figuras faraónicas. Cuando Rufete se cansaba de andar, sentábase.

Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque. Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón.