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Fuera del edificio estaba toda la servidumbre, aterrada aún por la tempestuosa explosión de cólera del Hombre-Montaña. Muchos de los atletas semidesnudos se aproximaron á Flimnap con los brazos en alto. ¡No entre, doctor! gritabanLe va á matar! Vió también á un grupo de hembras membrudas y malencaradas, reconociéndolas como pertenecientes á la policía.

Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos del bosque. Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón.

Y detrás de ellos pasaron miles y miles de voluntarios que acababan de alistarse: atletas semidesnudos, máquinas de trabajo que habían vivido hasta entonces en una pasividad estúpida y parecían despertar á una nueva existencia con la aparición de la guerra. Las mujeres los admiraban ahora como si fuesen unos seres completamente diferentes de los siervos que habían conocido horas antes.

Los afeminados burgueses de Bizancio y su populacho cosmopolita, aficionados á las fiestas de Circo y las querellas teológicas, vieron partir con satisfacción á estos hombres medio bandidos y medio soldados, que llevaban á la zaga, por una costumbre secular, sus hijos y sus barraganas, duras hembras de Aragón y de Sicilia seguidas de enjambres de chicuelos semidesnudos y acostumbradas á manejar la espada cuando caía herido su rudo compañero.