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No nos atrevemos a asegurar que hiriese también alguna otra fibra de su corazón, menos mezquina que aquella que a la vanidad corresponde. Se apoderó asimismo del ánimo de Elisa la más viva curiosidad de conocer a la mujer del empleadillo, de quien todos afirmaban ya que el Conde andaba enamorado.

Tenía miedo de hallarla hermosa y naturalmente distinguida. Se deleitaba con fingírsela vulgar y ordinaria. Entre tanto, vino a noticia de Elisa algo que hubo de mortificarla más que nada: el empeño del Conde en hacer creer que sus relaciones con doña Beatriz eran el propio petrarquismo.

"Usted me pregunta ¿cómo puedo ser feliz sin la esperanza de una vida futura? El niño que no piensa nunca en una vida futura encuentra, no obstante, los medios de ser feliz", dice Elisa Movory Bliven.

La causa de todos estos males era doña Beatriz. Por culpa de doña Beatriz creía Elisa que se había enamorado del Conde; por culpa de doña Beatriz creía que el Conde la desdeñaba. La cólera se apoderó de su alma; la cólera arrojó de allí todo sentimiento generoso, todo escrúpulo, toda consideración que se opusiera a la venganza.

Así es que, según lo que yo he llegado a averiguar, por causa de Elisa hubo de introducirse en el dialecto elegante y aristocrático de Madrid el vocablo inglés flirtation, que ya empieza a divulgarse y hasta a avillanarse. Hace algunos años era un vocablo que no se pronunciaba sino en los salones más elegantes, y apenas si se aplicaba a otra mujer que no fuese Elisa.

Entró un comisario, seguido de los Machut, padre e hijo, los cuales no vacilaron en compararme con el más vil de los animales. El comisario cogió mis papeles y me invitó a seguirle; Elisa lloraba y se arrojaba a los pies de su papá; yo contemplaba esta escena bíblica con un estupor ridículo. ¡De súbito lo comprendí todo! ¡Había caído en una encerrona!

La completa vanidad, el vacío perfecto de todo cariño, de toda estimación y de toda confianza, desde el día de la boda hasta el día de la muerte, se había ocultado primorosamente bajo las formas corteses de la consideración mutua, del frío respeto y de la más delicada galantería. Por lo demás, Elisa siempre había pasado por recatada y prudente.

Pero doña Beatriz no había penetrado en más salones que en los de la Condesa de San Teódulo; no iba a paseo en coche, por la sencilla razón de que no le tenía, y a misa iba a otras iglesias y a otras horas que las de Elisa. Sea como sea, se pasaron meses sin que Elisa llegase a ver a doña Beatriz. Bien es verdad que, si Elisa andaba curiosa, andaba también temerosa de verla.

En lo más íntimo de su conciencia, en aquel abismo adonde no llega el amor propio por grande que viva en nosotros, y hasta donde el entendimiento penetra rara vez ofuscado, Elisa se reconoció por un instante muy inferior en todo a doña Beatriz. Pronto, sin embargo, volvió su ánimo de la postración; se recobró del amilanamiento, del desmayo en que había caído.

Ketty le contó paulatinamente a Elisa, con esa mezcla de pudor y de intrepidez, que es uno de los hechizos de las de su raza, que sentía una tierna inclinación por el marqués, pero que, al mismo tiempo, estaba convencida de que aquél era totalmente indiferente hacia ella, por cuya razón partía desesperadamente.