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Después, desde la casa de la Condesa a la de don Braulio había pocos pasos que andar. Allanadas así las dificultades, hubiera sido una grosería no aceptar el convite. Don Braulio aceptó, pues, y en compañía de su mujer y de Inesita, los cuatro en el mismo landó abierto, fué aquella noche a la tertulia íntima y diaria de la Condesa de San Teódulo.

Se llamaban: La Biznaga, El Hinojal y La Macuca. No era prudente titular con títulos tan feos. Habían resuelto, pues, que titularían sobre un cortijo de Rosita llamado Camarena; y ya soñaban con ser Marqueses de Camarena, conformándose por lo pronto con el condado de San Teódulo, mártir tebano y andaluz a la vez, lo cual, entendido como aquí debe entenderse, no implica contradicción.

De todos modos, a don Braulio no le encantó la tertulia; pero don Braulio tenía una pauta para su conducta, de la que había decidido no apartarse. Tal como está la sociedad, y fuese cual fuese el ideal que él tenía del gran mundo, lo cierto era que la casa de los Condes de San Teódulo era una casa respetable, donde cualquiera otro, en su posición, se hubiera quedado contentísimo de ser admitido.

Pero doña Beatriz no había penetrado en más salones que en los de la Condesa de San Teódulo; no iba a paseo en coche, por la sencilla razón de que no le tenía, y a misa iba a otras iglesias y a otras horas que las de Elisa. Sea como sea, se pasaron meses sin que Elisa llegase a ver a doña Beatriz. Bien es verdad que, si Elisa andaba curiosa, andaba también temerosa de verla.

Con las reliquias trajeron los peregrinos la efigie del dicho San Teódulo, y todo lo llevaron al pueblo, donde hubo un júbilo inmenso y fiestas estrepitosas. Nada más natural, después de esto, que el que Rosita y su marido llegasen a ser Condes de San Teódulo. Sin embargo, no contentos ellos con ser Condes por Roma, anhelaban ser Marqueses en Castilla, y hacía tiempo que lo pretendían con ahinco.

Con tales ideas respecto a sus nuevas, o mejor dicho, renovadas amigas, la Condesa de San Teódulo se deshizo en amabilidades. Beatriz estuvo en la tertulia encantada y encantadora. Satisfecha de verse atendida y mimada por todos, desechó la cortedad y tomó la tierra, como si hiciera ya años que asistiese en aquellos salones.

Idolatraban a Pío IX, y tenían un título romano. Eran Condes de San Teódulo.

Sus argumentos eran, en verdad, difíciles de rebatir. Para todo tenía respuesta. La Condesa de San Teódulo tiene mala reputación decía don Braulio. Será una calumnia contestaba Beatriz. ¿Y si lo que se dice contra ella es fundado? Entonces... ¿qué se le ha de hacer? A bien que no es enfermedad contagiosa.

Ya he dicho a usted que no amo ahora a ninguna mujer casada. Me han dicho que estás en relaciones con la mujer de un empleadillo en Hacienda, con una aventurera que va a casa de la Condesa de San Teódulo. Madre, los que tal han dicho mienten. Ni yo estoy en relaciones con esa mujer, ni esa mujer es una aventurera.

Ora por bondad natural, aunque no ingénita, sino adquirida con los años y la experiencia, ora por desdeñar un arma embotada y mellada a fuerza de que todos la usen, la Condesa de San Teódulo no tenía mala lengua. ¡Cosa rara! No hablaba mal de sus amigos. Sólo hablaba mal de sus enemigos declarados y acérrimos. Entonces se esmeraba y lo hacía con mucho chiste.