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Actualizado: 9 de junio de 2025
Imaginó, por último, Elisa, que le iba sucediendo con el Conde lo que al pastorcillo embustero de la fábula, que gritaba: «¡Al lobo! ¡Al lobo!» cuando el lobo no venía, y que una vez que el lobo vino, no le valió gritar «¡Al lobo!» porque los que podían socorrerle no dieron crédito a sus gritos. Elisa calculó que el Conde no acudía al reclamo, temeroso de nueva burla.
Al día siguiente estaba en Glion, y dos después, la vizcondesa, cuyo marido hallábase restablecido, llegó a París trasladándose en seguida a Bellevue. Al verla entrar en su salón, la mujer del pintor lanzó un débil grito: «Elisa», y juntó sus manos dirigiéndole una mirada suplicante. La señora de Aymaret le abrió los brazos, arrojándose en ellos Beatriz con sollozos desgarradores.
Desgraciadamente para nuestra Marquesa, el Conde de Alhedín no era hombre contra quien pudiesen valer artes tan sutiles. El Conde quizá gustaba de reposarse tranquilamente en la duda cuando se trataba de otras materias; pero en negocios de amor, gustaba de salir de la duda cuanto antes. Los coqueteos de Elisa no tuvieron, pues, el éxito que con otros hombres habían tenido.
Nada de fijo se contestaba Elisa a tales preguntas; pero vagamente se fingía ya a doña Beatriz tan bella, tan discreta y tan elegante como lo era en realidad, y suponía asimismo en doña Beatriz un arte no aprendido, una sabiduría infusa tal y tan extraordinaria, que todas las flirtations que ella solía emplear eran burdas, pueriles o necias, en comparación de las de aquella obscura y venturosa provinciana.
Esta mujer es una Marquesa. Su título no es menester decirle. La llamaremos por su nombre de bautismo, como si tuviésemos con ella la mayor intimidad. La llamaremos Elisa. Hacía cerca de tres años que se había quedado viuda. No llegaba aún a los treinta de edad. No tenía hijos. Era riquísima y muy elegante. Ni sus más acérrimas enemigas negaban que era discreta, ingeniosa, divertida y alegre.
El Marqués, marido de Elisa, había sido un señor insignificante y muy comm'il faut. Su matrimonio, hecho por razón de estado y de hacienda, ni había procedido de amor, ni le había creado después.
La morena ha dicho: «... y en particular a sor Elisa, para que se le vayan ciertas ilusiones». Esta sor Elisa que tiene ciertas ilusiones piensa Azorín , ¿quién será? ¿Qué ilusiones serán las que tiene esta pobre sor Elisa, a quien él ya se imagina blanca, lenta, suave, un poco melancólica, a lo largo de los claustros callados? Las monjas han rezado una salve.
Volvió Elisa a Madrid. Vió al Conde en teatros, paseos y tertulias, y halló en él tanta cordialidad y tan amistoso afecto, que tuvo por más cierta que nunca su indiferencia para con ella en punto a los amores. La indiferencia no podía ser afectada o fingida de aquella manera. Esto empezó a herir la vanidad de Elisa.
Un vozarrón de marimacho bajó como un trueno por el hueco de la escalerilla. ¡Elisa!... Sube pronto la leche. El señor está esperando. Rosario empezó á reir de ella misma. Ahora se llamaba Elisa: ¿no lo sabía? Era exigencia del oficio cambiar el nombre, así como hablar con acento andaluz. Y remedaba con rústica gracia la voz del marimacho invisible.
Palabra del Dia
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