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Ni el mismo Marcial sabía a dónde nos dirigíamos. La obscuridad era tan fuerte, que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces del navío Pince se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo las hubiera extinguido. Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan recio, que la débil embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábil dirección no zozobró más de una vez.

El que bajase a la Puerta del Sol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los que subíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a qué lugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor, ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con la indiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse a otra comarca.

Veíamos la entrada de alguna fragata o de algún bergantín que venía con el atoaje. Luego, al avanzar la tarde, nos dirigíamos a casa por la muralla dando la vuelta a una punta que, si no recuerdo mal, se llama de San Felipe. Veíamos las baterías con sus cañones, avanzábamos por el adarve a mirar por los huecos de las almenas. Tardábamos todo lo más posible en entrar en casa.

Nos dirigíamos a una de las numerosas haciendas en que está subdividida, la de San Benito, a la que llegamos cuando la noche caía y el viento fresco de la sabana abierta empezaba a hacernos bendecir los zamarros y la ruana cariñosa.

Antes de llegar y en el mismo camino de hierro, nos recogieron los pasaportes; al apearnos, nos preguntaron nuestros nombres, nos hicieron designar el hotel adonde nos dirigíamos, y los dias que pensábamos permanecer en su recinto. Nos registraron los equipajes, y despues tuvieron la bondad de dejarnos seguir á nuestros hoteles....

Nos hemos decidido por el de la Francia musical. Disponiendo así el plan del dia, nos dirigiamos al paseo del Palacio Real, de donde pasamos á los jardines que decoran los costados de las Tullerías, por la parte del Sena, con el objeto de evitar el calor.

Si dirigíamos los ojos hácia la izquierda, también por esta parte continuaba el recinto de las murallas hasta llegar á la Puerta de Triana, enfrente de la cual, y á la otra margen del rio, veíase la mole del castillo de San Jorge, asiento del Tribunal establecido contra la herética pravedad en los reinos de España, cuyos torreones semejaban negros gigantes mirando amenazadores hacia el arrabal y la ciudad, al par que reflejaban sus sombrios contornos en las ondas del caudaloso rio.

Eran ya las nueve cuando nos dirigiamos hácia la plaza de la Concordia, con el objeto de seguir la calle de Rívoli hasta la casa de la Ciudad ú hotel de Ville. Antes de penetrar en la calle, quisimos ver la perspectiva que presentaban los campos Elíseos iluminados, así como la plaza de la Concordia. ¡Espectáculo magnífico por cierto!

Aprovechemos el poco tiempo que nos queda para montar á caballo y llegar al castillo de Tristán de Rochefort, situado á una legua de Villafranca y al cual nos dirigíamos cuando resolvimos descansar aquí algunas horas. Es el señor de Rochefort antiguo compañero de mis campañas y hoy senescal de Auvernia. Y os recibirá en palmas, á no dudarlo, dijo el barón.

En su centro y sobre la colina, cuyas laderas cubre el bosque, está construida la hermosa residencia del conde Estanislao de Tarlein, pariente lejano de mi amigo el joven Tarlein. El Conde visitaba aquella propiedad muy raras veces, la había puesto a mi disposición y a ella nos dirigíamos.