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«Antes que la noche viniese dice el Lazarillo de Tormes di conmigo en TorrijosCuando yo llego, las blancas fachadas de las casas se sumen en la penumbra; brillan sobre el arroyo débiles franjas de luces que arrojan los portales, y por las callejuelas tortuosas, en todo el pueblo, con clamorosa greguería de gruñidos graves, agudos, suplicadores, iracundos, corren los cerdos...

Los cuatro segundones aparecen sobre el fondo oscuro de una puerta, cuando la cocina es invadida por la hueste clamorosa que sigue al Caballero. ¡Soy un muerto que deja la sepultura para maldeciros! DON FARRUQUI

A este acto imponente siguió otro que no lo era menos: la recomendación del alma, leída en voz clamorosa por don Sabas, con los consiguientes rezos en que todos tomábamos parte.

Arrimose en esto Maravillas a la cómoda, sobre la cual estaba la luz con que se alumbraban allí él y su padre; subió las gafas hasta dejarlas encaramadas sobre las cejas; levantó el periódico que tenía entre las manos, bajando al mismo tiempo la cabeza, de manera que no quedó el espacio de dos pulgadas entre los ojos y el papel, y comenzó a leer con voz nasal, atiplada y clamorosa, mientras el tabernero se le acercaba de puntillas, con una mano colocada detrás de la oreja y mordiéndose el labio inferior.

Vivía entonces España pendiente de una discusión de Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá, en los talleres de un arsenal o en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente, meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera.

Cuando Apolonio progresaba hacia las candilejas, doblando a tiempo la espina, pero sin perder, no obstante, su maravillosa prestancia y pontificia dignidad, una voz emitió clamorosa solicitud: «¡Que nos enseñe el negro de la uña...!» Truculentos aplausos. La voz pertenecía a un estudiante de veterinaria; pero Apolonio, sonriendo por dentro con fruición, pensó: «Eres Belarmino, el reptil.