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El gobernador comenzó a bufar de nuevo, amenazando entre enérgicas interjecciones hacer con mantillas y peinetas lo que Esquilache hizo con capas y sombreros. ¡Pero, hombre, no sea usted mentecato! volvió a decir el ministro con su risa de paleto . Eso tiene muy fácil remedio. ¿Cuál? Llame usted a Claudio Molinos.

Las paredes estaban ennegrecidas por una capa de hollín que representaba luengos años de atmósfera asfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación, limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosos por el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían, apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el fresco de la leche.

Allí se subió al mismo coche un matrimonio obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir. El valle se había ido cerrando poco a poco.

Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía.

Aun cuando las habitaciones sean palacios, aquella soledad, aquella gente tan ordinaria..., el cencerro del ganado, aquellos callejones llenos de zarzas, de charcos y bichos venenosos...; ¡qué desconsuelo¡... Después, de noche, el bufar de las lechuzas, los ladrones..., ¡horror! ¡Pasar yo una semana en la aldea!... ¡Ave María Purísima!... Mire usted, hasta el pasear por el Alta me pone de mal humor, porque se me figura que me va á faltar tiempo para bajar de día á la ciudad.... Nosotros, los que hemos nacido en ella, desengáñese usted, no podemos acostumbrarnos á salir de nuestras calles empedraditas, de nuestros paseos, de nuestras reuniones.... ¡Es todo tan ordinario en la aldea!

El P. Sibyla ni le miraba siquiera; le dejaba bufar; el P. Irene, más humilde, procuraba escusarse acariciando la punta de su larga nariz. S. E. se divertía y se aprovechaba, á fuer de buen táctico como se lo insinuaba el canónigo, de las equivocaciones de sus contrarios.