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Respiraba con dificultad el aire puro, después de su permanencia en aquel antro saturado de polvo y estiércol. Volvió a ver Madrid ante él, con su enorme masa de gran ciudad, con torres en las que sonaban campanas y chimeneas enormes ennegrecidas de humo. Sentía asombro, inmensa extrañeza, por esta vida ruda y salvaje que le rodeaba, teniendo a la vista un gran núcleo de civilización.

En las paredes, ennegrecidas y desconchadas, dos o tres mapas amarillentos; arriba del sillón magistral, muy pulido y resobado, la Virgen de Guadalupe, la patrona de la escuela; delante de la imagen una lamparita, un vaso azul lleno de aceite obscuro, en el cual sobrenadaba una mariposilla moribunda. No bien entramos en la salita se oyó el vocerío de la turba escolar, festiva, retozona.

Un cuarto de hora hacía que el abate costeaba el muro del castillo de Longueval, cuando llegó a la puerta de entrada, que se apoyaba alta y maciza sobre dos enormes pilares de viejas piedras ennegrecidas y roídas por el tiempo. El cura se detuvo y miró con tristeza los grandes avisos azules pegados a los pilares.

El despacho de los ingenieros en los altos hornos de Sánchez Morueta, ocupaba el segundo piso de un edificio de moderna construcción, con las paredes exteriores ennegrecidas por el humo de las chimeneas que se alzaban entre aquél y la ría.

Maltrana hizo un gesto de desaliento. Mentira también: eran granos de marfil, con un débil montaje en oro. Y mentira los imperdibles de doublé; las sortijas ennegrecidas por el largo encierro, con sus vidrios opacos y muertos; los botones de grandes uniformes, que la vieja creía de oro puro; los alfileres verdosos y oxidados, con la pedrería empañada.

Roger se instaló en un ángulo algo apartado del fuego, donde podía comer y beber con sosiego á la vez que observar los hechos y dichos de aquella extraña reunión, iluminada por la luz del hogar y tres ó cuatro antorchas colocadas en aros de hierro fijos en las ennegrecidas paredes.

De las oficinas y almacenes no se conservaban en pie sino un piso casi derrumbado y algunas paredes ennegrecidas, en una de las cuales habían quedado intactos dos o tres cuadritos, con fotografías malas, y un impreso en papel amarillo, con las horas de entrada y salida de los trenes.

El acantilado rojo se hundía verticalmente en las aguas ennegrecidas por la sombra ó se resguardaba con desprendimientos de rocas eternamente ceñidas de espumas.

Ana se sentía transportada a la época de D. Juan, que se figuraba como el vago romanticismo arqueológico quiere que haya sido; y entonces volviendo al egoísmo de sus sentimientos, deploraba no haber nacido cuatro o cinco siglos antes.... «Tal vez en aquella época fuera divertida la existencia en Vetusta; habría entonces conventos poblados de nobles y hermosas damas, amantes atrevidos, serenatas de Trovadores en las callejas y postigos; aquellas tristes, sucias y estrechas plazas y calles tendrían, como ahora, aspecto feo, pero las llenaría la poesía del tiempo, y las fachadas ennegrecidas por la humedad, las rejas de hierro, los soportales sombríos, las tinieblas de las rinconadas en las noches sin luna, el fanatismo de los habitantes, las venganzas de vecindad, todo sería dramático, digno del verso de un Zorrilla; y no como ahora suciedad, prosa, fealdad desnuda». Comparar aquella Edad media soñada ella colocaba a D. Juan Tenorio en la Edad media por culpa de Perales con los espectadores que la rodeaban a ella en aquel instante, era un triste despertar.

Avanzamos lentamente arrastrándonos bajo las ramas; luego, tendidos sobre el vientre, apoyando la cabeza en nuestras manos, dirigimos nuestra mirada hacia el vacío. Las paredes del pozo circular, ennegrecidas á trozos por la humedad que destila la roca, descienden verticalmente; apenas si algún pequeño saliente se insinúa fuera del plano de los muros de piedra.