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Actualizado: 14 de junio de 2025


Salvatierra habló de ir a la gañanía, sin prestar atención a las protestas del aperador. ¿Pero, realmente, tenía empeño en dormir allí, un hombre de su mérito?... Ya sabes de dónde vengo, Rafael dijo el revolucionario. Llevo ocho años de dormir en peores sitios y entre gentes más infelices. El aperador hizo un gesto de resignación y llamó a Zarandilla, que estaba en la cuadra.

El cielo parecía haber descendido, tocando las crestas de las montañas, devorándolas en su seno oscuro, como si las decapitase. Pasaban a bandadas con el pavor de la fuga, graznando estridentemente, los pájaros de presa. ¡Camará!... ¡la que se nos viene encima! exclamó Zarandilla, que ya no veía nada, como si para él hubiese cerrado la noche.

Y depositando en tierra el puchero, sentose con toda su familia en torno de él. Era una comida extraordinaria. El tufillo de los garbanzos despertaba cierta emoción en la gañanía, haciendo converger muchas miradas de envidia en el grupo de los gitanos. Zarandilla interpelaba a la vieja burlonamente.

Zarandilla, que falto de vista parecía haber aguzado sus oídos, interrumpió a Rafael, ladeando su cabeza como para escuchar mejor. Muchacho, paece que truena. Palidecía la gran mancha de sol sobre los guijarros del patio; las gallinas corrían en rueda, cocleando, como si quisieran huir de la ráfaga de viento que erizaba sus plumas. Rafael prestó oído también.

Cuando la docena de perros, bien contada, que tenía el cortijo de Matanzuela, galgos, mastines y podencos, olfateaban a medio día el regreso del aperador, saludaban con fieros aullidos y tirones de cadena el trote de la jaca, y avisado por estas señales el tío Antonio, conocido por el apodo de Zarandilla, asomábase al portalón para recibir a Rafael.

No tenían en sus entrañas esa condensación de fuerzas que crea el abandono: estaban cansados y había que cuidarlos, dándoles continuamente el medicamento del guano. Eran, según Zarandilla, como las señorones que admiraba él en Jerez, hermosas y apuestas con el atractivo del cuidado y los artificios del lujo.

Bajó del pescante de un salto la gentil Marquesita, y poco a poco fueron disgregándose del amontonamiento de carne que llenaba el interior todos los del séquito. El señorito abandonó las riendas a Zarandilla, después de hacerle varias recomendaciones para que cuidase bien el ganado. Rafael avanzó quitándose el sombrero. ¿Eres , buen mozo? dijo la Marquesita con desenvoltura.

E intentaba sortear el obstáculo que le oponía el aperador, cerrándole el paso en la puerta. El viejo Zarandilla intervino. Aún quedan horas para dormir, don Fernando. Luego irá su mercé a la gañanía, si ese es su gusto. Pero ahora añadió, dirigiéndose a Rafael enséñale al señó algo del cortijo, la cuadra de los caballos, que es cosa de ver.

Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vez más cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones de prolongado lamento. Ahí viene el amo dijo Zarandilla. Nadie pué ser más que él. Y llamando al aperador, salieron los dos fuera del cortijo para ver llegar, a la luz de la luna, el ruidoso carruaje.

Me paece que va pa largo. Salvatierra entró en la cocina del cortijo, dejando, al sentarse, una gran mancha del agua que chorreaban sus ropas. La señá Eduvigis, compadeciendo al «pobre señor», encendió apresuradamente en el hogar un fuego de leña menuda. Que sea buena la candela, mujer; que eso y mucho más se merece el forastero decía Zarandilla, orgulloso de la visita.

Palabra del Dia

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