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Lejos, muy lejos, por los surcos convertidos en arroyos que no podían engullir todo el golpe de agua, corrían hacia el cortijo grupos de gentes. Apenas si se les veía al través de la capa liquida de la atmósfera. ¡Jesú! exclamó Zarandilla. ¡Y cómo van a ponerse los pobrecitos!... El vendaval parecía empujarles.

Y esta tierra nuestro, Rafaé, es como las muchachas que bajan de la sierra con el manijero. Van plagadas de la miseria que recogen en la gañanía; no se lavan la cara, comen mal; pero si las adecentasen, ya se vería lo bonitas que son. Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajos del cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina.

La mujer de Zarandilla puso la mesa, ayudada por las jóvenes serranas, que habían adquirido cierto aplomo al verse en las habitaciones del amo. Además, el señorito, con una franqueza que las enorgullecía, haciéndolas subir a la cara oleadas de sangre, iba de una a otra con la botella y la batea de cañas, obligándolas a que bebiesen.

El labrador trabajaba para él, y si el campo tenía un amo, éste limitábase a cobrar el arrendamiento, procurando por la fuerza de la costumbre y por miedo al compañerismo de los pobres, no aumentar los antiguos precios. El recuerdo de los campos, siempre verdes, alegraba después de tantos años al viejo Zarandilla, pasando como una visión luminosa por sus ojos oscuros.

El aperador lo comprendió todo... ¡Pero qué señorito tan gracioso! Para dar una sorpresa a los amigos y reír con el susto de las mujeres, había obligado a Zarandilla a que soltase un novillo del establo. La gitana, alcanzada por la bestia, habíase desmayado del susto... ¡Juerga completa! ¡La pobrecita Mari-Cruz! lloriqueó Alicappón . La gitana Mari-Cruz se moría.

El padre de las Moñotieso las hacía enrojecer y prorrumpir en risotadas semejantes a cocleos de gallinas, relatándolas al oído cuentos impúdicos. Eran más de veinte para la cena, y apretados en torno de la mesa, comenzaron a comer los platos que Zarandilla y su mujer servían con gran dificultad, pasándolos por encima de las cabezas.

No se había engañado: era el susto, la mala sangre que se le había subido al pecho y la ahogaba. Anduvieron toda una tarde las dos por las colinas vecinas buscando hierbas, y solicitaron de la mujer de Zarandilla los más disparatados ingredientes para una famosa cataplasma que pensaban preparar.

El tío Zarandilla pasaba las horas sentado en uno de los bancos al lado de la puerta, mirando fijamente, con sus ojos opacos, los campos de interminables surcos, sin que el aperador le regañase por su indolencia senil. La vieja quería a Rafael como un hijo. Cuidaba de su ropa y su comida, y él pagaba con largueza estos pequeños servicios. ¡Bendito sea Dios!

Mientras tanto, Zarandilla acariciaba con ruidosas palmadas y motes grotescos a dos asnos garañones, grandes como caballos, huesudos, angulosos, como si fuesen esculpidos a hachazos; la cara roma, los ojos casi ocultos bajo una maraña de pelos y las orejas caídas. Dos bestias de fealdad monstruosa y fantástica, que parecían surgidas de una visión apocalíptica.

Al sentarse Zarandilla a la mesa, de vuelta de la cuadra, la primera mirada de sus ojos opacos era para la botella de vino, e instintivamente avanzaba sus manos temblonas. Si alguna vez había soñado con la fortuna, era sin otra ambición que la de beber como el más rico caballero de la ciudad.