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Actualizado: 27 de julio de 2025
Los gritos partían del piso inferior, cuyo vestíbulo iluminaban vivamente algunas antorchas clavadas en los trofeos que adornaban sus paredes. Frente á una de las tres puertas que daban al vestíbulo veíanse los ensangrentados cadáveres del senescal y de su esposa, ésta con la cabeza separada del tronco y aquél atravesado el cuerpo por una pica.
Así que la luz de la hoguera trazaba círculos luminosos en ella y corría á veces impetuosamente por debajo de la bóveda iluminando una gran extensión y prontamente se replegaba abandonando el campo á la sombra. Veíanse reflejos vivos y fugaces en las hojas de los árboles y sentíase en el rostro el calor abrasante de las llamas.
Los obstáculos sumergidos producían grandes remolinos que sacudían la embarcación, y a la luz de la antorcha que ensangrentaba las ondas gelatinosas, veíanse pasar troncos de árboles, cadáveres de animales, objetos informes que apenas si asomaban una punta negra en la superficie, y hacían pensar en ahogados, cubiertos de barro, flotando entre dos aguas.
Sobre el altar veíanse el ara rota, el tabernáculo hundido, y dos bellos ángeles, que a un lado y otro sostenían antes lámparas de plata, levantaban entonces sus manos vacías, crispadas, como anunciando la cólera del Señor... A los pies de la capilla, sobre un confesonario destrozado y varios reclinatorios rotos, hallábanse amontonados trastos viejos, muebles inservibles y el armazón de un teatro en que había representado la condesa, tiempos atrás, unos famosos cuadros vivos.
Aturdido, al verse frente a frente de la dama, dio un paso atrás, diciendo atropelladamente: El señor marqués está fuera... Ya lo sé... Busco a Damián. No fue necesario llamarlo: por el extremo del pasillo asomaba este la cabeza, y veíanse detrás el ama de llaves y el cocinero, todos rubicundos y sofocados, como si viniera a sorprenderles la visita al final de un opíparo banquete.
Las chumberas alzaban sus muros de pinchosas palas a ambos lados del camino, y entre sus raíces polvorientas correteaban, medrosas y ebrias de sol, pequeñas bestias ondeantes, de larga cola y verde esmeralda. Por entre la columnata negra y retorcida de los olivos y los almendros veíanse a lo lejos, siguiendo otros senderos, grupos de payeses que también marchaban hacia el pueblo.
De pronto se alzó animada por una voluntad fatal, besó a su hijo apasionadamente hasta que logró despertarlo, envolviolo en una manta y cogiéndolo en brazos salió de la casa. Era la hora del oscurecer. Desde lo alto de la Gusanera, donde Basilisa vivía, veíanse llegar al muelle ya las lanchas pescadoras. Una muchedumbre las aguardaba.
En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos.
A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864.
Antes de abrirla se detuvo un instante, avergonzándose de su presunción. ¿Cómo había llegado a suponer... ¿Pero por qué diablo se le había metido en la cabeza?... Y, sin embargo, no podía desecharla. Era ella, era ella; no le cabía duda alguna. Levantó el pestillo de la gran puerta de madera pintada de verde, y entró. La corrada era grande. Veíanse arrimados a la pared varios enseres de labranza.
Palabra del Dia
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