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Actualizado: 19 de julio de 2025
Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel opíparo y poco alegre festín, el Príncipe de las esmeraldas, volviendo en sí como de un sueño, alzó la voz y dijo: Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos. El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la cajita más preciosa que han visto ojos mortales.
Aturdido, al verse frente a frente de la dama, dio un paso atrás, diciendo atropelladamente: El señor marqués está fuera... Ya lo sé... Busco a Damián. No fue necesario llamarlo: por el extremo del pasillo asomaba este la cabeza, y veíanse detrás el ama de llaves y el cocinero, todos rubicundos y sofocados, como si viniera a sorprenderles la visita al final de un opíparo banquete.
Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.
Por último, como apéndice y complemento de festín tan opíparo, chocolate con hojaldres, mostachones y bizcotelas. El festín fue todavía más regocijado y alegre que suculento, prolongándose hasta las dos de la madrugada. Como despedida, quiso el maestro Raimundico poner el sello y dar la conveniente firmeza a lo que allí se había concertado.
Palabra del Dia
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