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Actualizado: 8 de mayo de 2025


¿Le sorprende a Vd. mi osadía, prosiguió adivinándolo la Condesa verdad? pues aún va a extrañarle más otra cosa que voy a decirle, y sobre la cual le encargo la más absoluta reserva. Aseguro a Vd. que me desviviré por servirla, si juzga que puedo serla útil. No se trata de servirme, señor Resmilla, sino de servir a la Religión.

Yo no soy cura cortesano, ni clérigo palaciego, ni he venido aquí para medrar de mala manera... ¡Señor Resmilla! ¡Francamente, señora Condesa! No sirvo para tales cosas. Hasta me arrepiento de lo que he hecho. Disponga Vd. de mi plaza de capellán para los que aceptan tales ofertas. Aquí todo es mezquino. Estoy de estas pequeñeces hasta por cima de los pelos.

El resultado de las gestiones de Millán confirmó la sospecha de Pepe: el regente de la imprenta donde se tiraba el diario que dio la noticia, dijo que el predicador de que se trataba era don Tirso Resmilla, quien abandonando su curato de un pueblo del Norte, había venido a Madrid, pocos meses atrás, como persona de confianza para los elementos realistas de la diócesis a que pertenecía.

Tirso se marchó solo, contentísimo, pisando recio, llevando alta la cabeza, como si creyera que las gentes habían de señalarle con el dedo y mirarle con asombro. En su casa no dijo nada. Aquella noche, el nombre del Padre Tirso Resmilla era conocido en todos los centros clericales de Madrid.

A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864.

El aya lo examinaba todo con miradas despreciativas; Paz estuvo a punto de volver pies atrás; mas dominando de pronto la repulsión que sentía hacia la otra, preguntó, apartando del chiquitín las miradas: ¿Hace Vd. el favor de decirme cuál es el cuarto del Sr. Resmilla? En mi casa, prencipal núm. 2,... pero no se le pué ver. Lo siento; deseaba hablarle... y tal vez no me sea fácil volver.

Ella misma le escribió así, de su puño y letra, y en papel timbrado con su escudo: «La Condesa de Astorgüela la Real saluda respetuosamente al capellán don Tirso Resmilla, rogándole se sirva visitarla para encomendarle una buena obraSorprendido Tirso agradablemente, consultó con el cura que le cedió el sermón si debía asistir al llamamiento, y la respuesta avivó su impaciencia.

Es preciso averiguar si esa señorita está realmente enamorada de su hermano de usted, y necesitamos poder calcular lo que ella haría viéndose abandonada por él. No entiendo lo que Vd. se propone. Hablaré sin rodeos, señor Resmilla.

Con lo cual, señor Resmilla, lograríamos doble resultado: para el Señor la conquista de un alma; y para nuestro propósito la posesión de una voluntad, dueña, en plazo más o menos breve, de lo que desean poseer las Hijas de la Salve. Perfectamente. Considerado así el asunto, Vd., ¿qué cree que debamos hacer? Que mi hermano riña lo antes posible con la novia, y luego manejarla a ella.

La Condesa, ya en pie, como despidiéndole, sonrió ante aquel inesperado afán de atenuar la índole del pacto, y repuso: Es doloroso que no se pueda hacer el bien sin estos rodeos; pero, ¿qué remedio? señor Resmilla, así lo quieren los tiempos. Quedamos en que convencerá Vd. a esa señorita; después, en fin... allá Vd.

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