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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Cuando, a la puerta de un hotel, alguna viajera ávida de «color local» hablaba con los pequeños toreros, admirando sus coletas y el relato de sus heridas, para acabar dándoles dinero, Chiripa decía con tono sentimental: No le dé usté a ese, que tié mare, y yo estoy solito en er mundo. ¡El que tié mare no sabe lo que tiene!
¡Herido! exclamaba el padre con amargura, lamentando que no fuese cierto . Eso es para los toreros de verdá. Echale unos puntos a la taleguilla y veas de lavarla... ¡A saber cómo la habrá puesto este ladrón! Pero a los pocos días, el tabernero recobraba su confianza. Una mala tarde cualquiera la tiene.
Ó porque su madre le hubiese trasmitido sus gustos aristocráticos, ó porque llevase dentro de su alma un cierto sentimentalismo romántico, es lo cierto que jamás se le vió en francachelas, ni corriendo novillos, ni en compañía de toreros y majos como otros caballeros de su edad. Tampoco usaba el lenguaje suelto y atrevido que muchos de ellos.
Los toros eran otra cosa. ¿De suerte, que no has tenido nunca ganas de matar a un hombre?... ¡Y yo que creía que los toreros...! Se ocultó el sol, perdió la pradera su fantástica iluminación, se apagó el río, y la dama vio obscuro y vulgar el paisaje de tapiz que tanto había admirado.
Junto a la acera aguardaba un coche tirado por cuatro mulas vistosamente enjaezadas con borlajes y cascabeles. Garabato se había izado ya en el pescante con su lío de muletas y espadas. En el interior estaban tres toreros con la capa sobre las rodillas, vistiendo trajes de colores vistosos, bordados con igual profusión que el del maestro, pero sólo de plata.
Un señorito, por reírse de ellos, les dijo a la puerta de un café de la calle de las Sierpes que en Bilbao ganarían mucho dinero, pues allí no abundaban los toreros como en Sevilla, y los dos muchachos emprendieron el viaje, limpio el bolsillo y sin otro equipo que sus capas, unas capas «de verdad», que habían sido de toreros de cartel, míseros desechos adquiridos por unos cuantos reales en una ropavejería.
¡Sentarse! gritaban los más prudentes, privados de la vista del redondel, donde seguían trabajando los toreros. Poco a poco se calmaban las oleadas de la muchedumbre; las filas de cabezas tomaban su anterior regularidad, siguiendo las líneas circulares de los bancos, y continuaba la corrida.
A los cuatro años de matrimonio, el espada dio a su mujer y a su madre una gran sorpresa. Iban a ser propietarios, pero propietarios en grande, con tierras que se perdían de vista, olivares, molinos, grandes rebaños; un cortijo igual al de los señores ricos de Sevilla. Gallardo sentía el deseo de todos los toreros, que ansían ser señores de campo, caballistas y dueños de ganados.
Hablaron largo rato de las cosas de su arte. El Pescadero, como todos los viejos amargados por la mala suerte, era pesimista. Se acabaron los buenos toreros. Ya no se veían gentes de corazón. Sólo mataban toros «de verdad» Gallardo y alguno que otro. Hasta las bestias parecían de menos poder. Y tras estas lamentaciones, insistió para que su amigo le acompañase a su casa.
Quedó la mujer en curiosa contemplación de la imagen borrosa, enrojecida por las luces. No conocía a esta Virgen, pero debía ser dulce y bondadosa como la de Sevilla, a la que tantas veces había suplicado. Además, era la Virgen de los toreros, la que escuchaba sus oraciones de última hora, cuando el cercano peligro daba a los hombres rudos una sinceridad piadosa.
Palabra del Dia
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