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Actualizado: 5 de mayo de 2025


Hablaban de la «plaza vieja» de Madrid, donde sólo se conocieron toros y toreros de «verdad»; y aproximándose a los tiempos presentes, temblaban de emoción recordando al «negro». Este «negro» era Frascuelo. ¡Si hubieses visto aquéllo!... Pero entonces y los de tu época estabais mamando o no habíais nacido.

A todos sus animales les impuso nombres mitológicos y legendarios: Aquiles, giro; Ulises, colorado; Héctor, gallino; Hércules, negro; Roldán, dorado; Manfredo, cenizo; Carlomagno, negro también; etc., etc. En las otras galleras abundaban los nombres de toreros.

No sólo yo, todos los demás comensales nos aplicamos a escudriñar, descarados, en nuestro flamante sacerdote, como cumpliendo una obligación. El resistía con indiferencia la curiosidad ambiente. A los toreros, a los cómicos y a los curas no les desazona la curiosidad ni les desconcierta la mirada fija, como habituados a ser foco de la atención en el ruedo, la escena y el púlpito.

Mas para el aficionado madrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás se realizan aunque vivan constantemente en el corazón: aguantar lo hacen varios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lo han hecho más que los héroes antiguos del toreo.

Mucho rato después, cuando volvió Gallardo a su pieza, resignado a no sufrir necesidades dentro de su traje de lidia, encontró a un nuevo visitante. Era el doctor Ruiz, médico popular, que llevaba treinta años firmando los partes facultativos de todas las cogidas y curando a cuantos toreros caían heridos en la plaza de Madrid.

El mediquillo vestía pantalón muy ajustado y combinaba sabiamente los cuernos que entonces se llevaban sobre la frente con los mechones que los toreros echan sobre las sienes. Su peinado parecía una peluca de marquetería. Se llamaba Joaquín Orgaz y se timaba con todas las niñas casaderas de la población, lo cual quiere decir que las miraba con insistencia y tenía el gusto de ser mirado por ellas.

En cualquier otro punto de España habrían sufrido resignados los toreros esta demora. La estancia en el hotel la pagaba el espada en todas partes menos en Madrid. Era una mala costumbre establecida hacía tiempo por los maestros vecinos de la capital. Se suponía que todos los toreros debían tener en la corte domicilio propio.

Alternaba con los verdaderos toreros; podía pagar copas a los viejos peones que hacían memoria de las hazañas de los maestros famosos. Dábase por seguro que ciertos protectores trabajaban en favor de este «niño», esperando ocasión propicia para hacerle debutar en una novillada en la plaza de Sevilla. El Zapaterín era ya matador.

Este, mas generoso que el hombre, se retira y busca á otro enemigo; rara vez se ceba en una víctima. Ademas, al caer un picador todos los toreros acuden á salvarle, y el caido es levantado como una estatua, porque sus piernas, entablilladas como están, no tienen movimiento. Al punto le sacuden, y si el caballo no ha muerto lo hacen enderezar para que el picador monte otra vez.

Unos toreros le sonreían con sonrisa tentadora. Otros procuraban excitar su orgullo... El toro reflexionaba un rato. Luego hacía un movimiento de cabeza como diciendo: ¡No! ¡Nunca!... Este negocio no me conviene... Y seguía su camino, insensible a todos los requerimientos. Fue entonces cuando el viejo aficionado me dijo que ya no había toros: Ya no hay toros.

Palabra del Dia

commiserit

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