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Gallardo quedó aturdido por el dolor y la vergüenza, mientras la dama, como si comprendiese lo extemporáneo de su agresión, intentaba justificarla con una fría hostilidad. Es para que aprendas. Yo lo que sois vosotros los toreros. Me dejaría atropellar una vez, y acabarías zurrándome todos los días, como a una gitana de Triana... Bien está lo hecho. Hay que conservar las distancias.

La generala se bebió el vaso de agua sin gana. Eh, chis, chis, Miguelito, ¿a dónde tan decidido? Al Retiro. Para los pies, chavó, y entra a tomar una cañita conmigo y estos señores. Miguel se detuvo y sonrió al ver a su primo Enrique sentado a una mesa del café Imperial al lado de la ventana y rodeado de varios toreros.

Al pasar el coche por las inmediaciones de La Campana, vieron los toreros una gran masa de gente popular con los garrotes en alto, vociferando en actitud sediciosa. Los agentes de policía, sable en mano, cargaban contra ellos, recibiendo palos y devolviendo mandobles. El Nacional se levantó del asiento, queriendo echarse abajo del carruaje. ¡Ah, por fin! ¡Llegaba el momento!...

Prometía la capa el torerillo con generosa arrogancia. Los toreros todos son ricos.

Después del saludo a los banderilleros no había hablado palabra. Ellos también estaban silenciosos y pálidos, con la ansiedad de lo desconocido. Al verse entre toreros, dejaban a un lado, por inútiles, las gallardías necesarias ante el público. Una misteriosa influencia parecía avisar a la muchedumbre el paso de la última cuadrilla que iba hacia la plaza.

En la calle de Sevilla y en la Puerta del Sol admiraron los grupos de toreros sin contrata, entes superiores, a los que osaron pedir, sin éxito, una limosna para continuar el viaje.

En aras de su amor a doña Agustina y de su renaciente fe, se cortó aquella uña maldita del dedo meñique, vara de virtudes de Satanás, y no volvió a electrizar, ni a magnetizar, ni a encender candiles, ni a tirar cañonazos con ella. Se cortó la uña como se cortan los toreros la coleta cuando dejan de torear y se retiran a la vida privada.

Dentro de la tienda un mostrador de cinc, toneles y botellas, mesas redondas con taburetes de madera, y en los muros numerosas estampas de colores representando toreros célebres y los lances más salientes de la lidia. Tomaremos unos «chatos» de Montilla dijo el Pescadero llamando a un joven que estaba tras el mostrador y sonreía al ver a Gallardo.

Como los buenos toreros se juzgan más seguros ciñéndose a los cuernos del toro si no pierden la sangre fría, así ella desafiaba el peligro, iba al encuentro de él confiando en que sabría salir de cualquier atolladero. Y, en efecto, su perfecta serenidad, su increíble audacia la salvaron más de una vez.

Prefería morir mil veces a padecer semejantes tormentos. Clementina la consoló como pudo. Emilio la quería muchísimo: le constaba. Sólo que los hombres tienen a lo mejor estos sofocos, lo que llaman los toreros, extraños. Como el corazón no está interesado, dejándoles sueltos un momento se hastían y vuelven a lo que verdaderamente aman.