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Actualizado: 19 de junio de 2025
¡Adiós, Pascualet!... ¡adiós! gritaban los pequeños sorbiéndose las lágrimas. ¡Auuu! ¡auuu! aullaba el perro, tendiendo el hocico con un quejido interminable que crispaba los nervios y parecía agitar la vega bajo un escalofrío fúnebre.
Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle; diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo hicieron.
Ferragut pensó que así debían mirar las locas en sus grandes crisis. Hablaba entre dientes, con pausas de emoción, admirando la ferocidad de aquellas bestias, doliéndose de no poseer su vigor y su crueldad. ¡Ser así!... Poder ir por las calles... por el mundo, tendiendo las garras... ¡Devorar!... ¡devorar!
Extendió la muleta, quedando plantado ante el animal, pero a alguna distancia, no como otras veces, en las que enardecía al público tendiendo el trapo rojo casi en el hocico. Notose en el silencio de la plaza un movimiento de extrañeza, pero nadie dijo nada.
Al norte se ven mas ó menos las montañas de Córdoba, contrafuertes de la Sierra-Morena Por último, tendiendo la vista al oriente, en la dirección de la alta Andalucía, se ven llanuras hermosas que se van levantando insensiblemente hasta perderse en las ondulaciones de colinas y cerros que giran por el centro de la hoya del Guadalquivir hacia Jaén. El horizonte es inmenso y admirablemente bello.
Su júbilo rayó en paroxismo al momento que, tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el señor Rosendo calzándole una torre de barquillos: quedose extasiada mirándolos, sin atreverse a abrir la boca para comérselos. Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y divisó del otro lado de los bancos un rostro de niña pobre que devoraba con los ojos la reunión.
De pie, en el umbral del patio, un ciego se mantenía inmóvil, muerta la cara, mal afeitadas las barbas que le azuleaban las mejillas, lacio y en trova el grasiento pelo, tendiendo un sombrero abollado, donde llovían cuartos y mendrugos en abundancia.
A Dechard le cayó la mesa encima, pero al incorporarme yo, la echó a un lado y volvió a hacerme fuego. Levanté mi revólver y disparé casi sin apuntar. Oí una blasfemia y apreté a correr como un gamo, sin dejar de reírme. Alguien corría también detrás de mí, y tendiendo el brazo en su dirección solté otro balazo al azar. Los pasos cesaron.
¡Allí!... ¡allí! dijo tendiendo una mano. Sus ojos de marino acababan de descubrir la leve traza de un periscopio que nadie conseguía ver. Bajó del puente, ó más bien, se dejó rodar por la escalerilla, corriendo hacia la popa. ¡Allí!... ¡allí!
El día veinticuatro de aquel mes, pasadas las seis de la tarde, tres gruesos galeones dejaban la bahía, desplegando una a una sus velas numerosas, que tomaban al pronto en el crepúsculo vivo tinte de oro y de sangre. En uno de ellos iba Ramiro asomado a la borda, y tendiendo su mirada, su imaginación y toda su alma hacia la fabulosa esperanza del horizonte.
Palabra del Dia
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