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Actualizado: 16 de junio de 2025
Lo que no entiendo, continuó alegremente el arquero mientras se preparaba á despachar su cena, es que mocetones como vosotros os avengáis á vivir pegados al terruño, doblando el espinazo y sudando el quilo, cuando tan buena vida podríais llevar bajo las banderas del rey. Miradme á mí. ¿Qué tengo que hacer?
Delante de ella, sentado bajo el corredor emparrado, con el sombrero en la mano y sudando como lo que era, como un buey, estaba el actuario D. Casiano. Cerca de él Regalado.
Otras veces, amigos, había que recurrir a la fuerza. Renunciar a una victoria que se consigue con los puños y sudando gotas como garbanzos, entre arañazos y coces, es ser un platónico del amor, un cursi; el verdadero don Juan del siglo, y de todos los siglos tal vez, vence como puede; es romántico, caballeresco, pundonoroso cuando conviene; grosero, violento, descarado, torpe si hace falta.
Entonces, toda sofocada, a veces sudando como un río, con el cabello en desorden y las mejillas encarnadas, levantaba la bayeta y permanecía un rato contemplando su obra, los hermosos destellos que la luz producía en el objeto bruñido, con una satisfacción íntima y verdadera, con entusiasmo casi místico.
Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora! le dijo con dulzura . Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!». ¿Te duele la cabeza? No me duele nada.
El rico avaro en el angosto lecho, Y que sudando con terror despierte. Véase pues con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos buenos la exageracion los hace malos; que el sentimiento por sí solo, es una guia mas segura, y á menudo peligrosa.
Aquella legión de diablos le rodeó, dando alaridos; un bastonazo le derribó la chistera tornasol, y empujón va, empujón viene, le dieron el gran manteo, entre risas y burlas. Como pelota, iba de un lado al otro, sudando, gesticulando, descompuesto. Quilito le arrancó uno de los faldones y lo izó en la punta de su bastón. ¡Basta, dejémosle! gritó Jacinto.
Aquellos hombres que salían de las cuevas negros, sudando carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como demonios, manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos que removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba en las entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho.
La tierra, de puro labrada, abonada, removida, tenía no sé qué aspecto de decrepitud. Sus poderosos flancos parecían gemir, sudando una humedad viscosa y tibia, mientras en los linderos incultos, al borde del caminillo, quedaban aún rincones vírgenes, donde a placer crecían las bellas superfluidades campestres, las gramineas vaporosas, las florecillas multicolores, los agudos cardos.
Había visto a los jefes de partido, a los caudillos de grupo, hablar toda una tarde, desde las cuatro hasta las ocho, roncos y congestionados, sudando como cavadores, con el cuello de la camisa hecho un trapo sucio y mirando el gran reloj del salón con angustia de condenados. «Aún falta una hora para levantar la sesión», decían los amigos.
Palabra del Dia
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