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Los monacillos, cuyas sotanas rojas demasiado cortas dejaban ver unos pantalones demasiado largos, mostraban una compunción poco ordinaria y se abstenían de meterse el dedo en la nariz, de sonarse con las mangas, de hacer burla por detrás del oficiante y otras habilidades por el estilo.

Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse con ruido. Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo de la nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en el bolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón del guante que se había soltado.

Al fin cesaron y el templo quedó en un silencio frágil y artificioso, a menudo roto por algún constipado rebelde o por el trompeteo de una nariz al sonarse. El orador era joven, alto y delgado, con grandes ojos negros enclavados en un rostro pálido y correcto. Vestía también sotana con sobrepelliz y bonete. Infundía respeto por su gravedad dulce y mansa.

Y comprendiendo que el hombre debe hallar en mismo recursos suficientes para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora.

Sólo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo. Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo, largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.

Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobre él. Sacó un inmenso pañuelo de yerbas para sonarse y replicó: No qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba y apenas ha caído flor... ¡Eso qué importa!... Los perales tienen la corteza dura, y los castaños y los nogales lo mismo dijo el escribano con creciente osadía.

Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser, bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro... Después se hizo el silencio... ¡el más profundo silencio! El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su boca esbozaba una singular sonrisa... después comenzó: *

Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión; a algunos, al través de la capa de suciedad y polvo que les afeaba el semblante, se les traslucía el carmín de la manzana y el brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas cabelleras, que si ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando los peinaran las cariñosas manos de una madre.

Palacios, monumentos, estatuas, teatros, arcos de piedra colosales, lienzos de altísimas casas de bella forma, pasajes de asiática elegancia, hoteles y cafés en fabuloso número, todo lo que puede soñarse reside allí. Su movimiento no tiene imágen ni término: á todas horas está cubierto de gente y carruajes desde el principio hasta el fin.

Solo se le contradijo lo del sonar con ellos, mandándole que los entregase a la vieja, para honrar la comunidad haciendo de ellos unos cuellos y unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas, que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, u de saetilla a coz de dedo.