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Actualizado: 14 de mayo de 2025
El tercer oficial había salido de su camarote casi desnudo, restregándose los ojos soñolientos. Caragòl estaba en la popa, mostrando su abdomen bajo el revoloteo de la suelta camisa y llevándose una mano á las cejas á guisa de visera. Lo veo... lo veo perfectamente... ¡Ah, bandido! ¡hereje!
Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar un grito de la proa á la popa. «¡El capitán!» Lo veían aproximarse en un bote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerza á los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió á la cubierta y Caragòl sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Creía contribuir a la revolución futura formando hombres, y al despertar de su ensueño se encontraba con criminales vulgares. ¡Qué espantosa decepción! Sus ideas sólo habían servido para destruir. Quitando a aquellos cerebros soñolientos los prejuicios de la ignorancia, las supersticiones del siervo, sólo había conseguido hacerlos audaces para el mal.
La campana del establecimiento gritó con aguda voz: «Al trabajo», y cien hombres soñolientos salieron de las casas, cabañas, chozas y agujeros.
Estaba la mies en derrota; los ganados, libres, sesteaban soñolientos, se refocilaban en bárbaras persecuciones, o pacían en lentas cabezadas los brotes sirueños. Tintineaban las esquilas en la mansa levedad del ambiente, y todo el valle se hermoseaba con traje de alegría en la paz geórgica de la tarde.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio.
Luego se puso a hacer dibujos sobre el cristal con un dedo. Escribió su nombre: Obdulia Osuna; después el de su confesor, Gil Lastra. Y volviéndose al rincón, se rebujó de nuevo. Trascurrió un rato en silencio. Ambos parecían soñolientos. Obdulia dijo al cabo: Con permiso de usted, voy a acostarme un poquito, padre. Tengo sueño.
Los heridos soñolientos sacaban sus cabezas sobre los embozos, pugnando por moverse; las bocas negruzcas se animaban con una sonrisa pálida; las miradas ardorosas seguían con avidez el cuerpo de la danzarina, que iba trazando en los muros una procesión de siluetas. El marroquí se había incorporado, como un chacal que desea saltar y tiene las patas rotas.
Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza.
Bebió dos tazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con ojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor.
Palabra del Dia
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