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Bien, bien dijo Artegui, vuelto ya a su displicente reserva. Rompió el tren a andar, y quedose Sardiola de pie en el andén, agitando la servilleta en señal de despedida, sin mudar de actitud hasta que el humo de la chimenea se borró en el horizonte. Lucía miraba a Artegui, y hervíanle las preguntas en los labios. Mucho le quiere a usted ese pobre hombre murmuró al fin.

Yo, mujer ignorante, digo que esos sabios no tienen sentido común. Hija de mi alma exclamó D. Benigno , estás hablando como el patriarca de la filosofía, como Juan Jacobo Rousseau. , el estado actual de las naciones y el sentido común son incompatibles. En su entusiasmo, Cordero tremoló la servilleta que acababa de desprender del ojal de su levita.

Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían conseguir. «Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía... ¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este que es de la boda de San Isidro. ¡A callar! Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.

Ya me indigesta tanta gallina. ¿Quieres llevártela? ¿Cómo no? Venga. También quedaron cuatro chuletas. Ponte ha comido fuera. Vengan. ¿Te lo mando con Hilaria? No, que me lo llevo yo misma. Vamos a ver cómo me arreglo. Lo pongo todo en un plato, y el plato en una servilleta... así; agarro mis cuatro puntas... ¿Y este pedazo de pastel?... Es riquísimo.

En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose y extendiendo la servilleta. ¿Y la señorita? preguntó con afán. ¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto. ¿Necesitará algo mientras usted está aquí? No.

La segunda vez, sobre todo, en que Cecilia y Gonzalo se rieron con gana llevándose la servilleta a la boca para apagar el ruido, la mirada del prócer fué más larga, más fría y distraída aún. Venturita, indignada, los apuñalaba con los ojos.

Corrió el animal hacia su amo, el pequeñuelo alargó las manitas, y mientras el hombre sacaba de la cesta, y partía la dorada libreta, la muchacha, sin dejar de mirarle, apartó a un lado la ensalada, sacó la botella del tinto, la servilleta, las cucharas de palo, y sobre el hondo plato de loza blanca, con ribete azul, volcó el puchero de cocido amarillento y humeante.

Paco estaba entre Edelmira y Visitación; la Regenta entre Ripamilán y don Álvaro; Obdulia entre el Magistral y Joaquín Orgaz, don Saturnino Bermúdez entre doña Petronila y el capellán de los Vegallana. Don Víctor tenía a su izquierda a don Robustiano Somoza, el rozagante médico de la nobleza, que comía con la servilleta sujeta al cuello con un gracioso nudo.

Digo bien, digo bien, «muñeca»: cuando estés allá voy a ser otro.... Tendré con quien hablar, con quien reir.... ¡Ya verás que alegría en aquella mesa! Allá no faltará un buen mozo, algún ranchero rico, y te casaré. Don Rodolfo, agregó, dirigiéndose a y desplegando la servilleta, mientras Angelina servía la humeante sopa, ¡queda usted invitado a la boda! La joven se encendió.

En las ventanas y puertas del comedor pululaban en enjambre cabezas ávidas de curiosidad... Los chicos lloraban porque los grandes no les dejaban ver... Las mujeres empujaban y codeaban a la par de los hombres... Juanillo desplegó la servilleta con toda tranquilidad; estaba solamente un poco pálido.