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Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyes a su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillaban con el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar en pedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, la lucha a muerte que había sostenido con su avaricia.

¡Mira, o te estás quieto o te vas! dijo ella con energía . Siéntate ahí. Y le señaló la butaquita próxima al lecho. El banquero se dejó caer en ella, mirando a la joven con sus grandes ojos saltones, que expresaban temor. Eres una gatita cada día más arisca. Abusas de mi cariño, mejor dicho, de mi locura. Poseía, en efecto, uno de los temperamentos más lúbricos que pudiera encontrarse.

Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido.

Después, a paso lento, mirando con sus ojos saltones, inocentes, a los transeuntes, deteniéndolos particularmente en las frescas domésticas que regresaban a sus casas con la cesta de la compra llena y las mejillas más coloradas por el esfuerzo, se dirigió al Banco de España. Era mucha la gente que le quitaba el sombrero.

Salvatierra y su discípulo, refugiándose en la cuneta, vieron pasar cuatro briosos caballos con borlajes saltones y chillonas ristras de cascabeles tirando de un coche lleno de gente. Cantaban, gritaban, palmoteaban, llenando el camino con su alegría loca, esparciendo el escándalo de la juerga sobre las llanuras muertas que aun parecían más tristes a la luz de la luna.

¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele la cabeza. Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y la montera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, de facciones abultadas y ojos saltones. Su modo de andar tan torcido y desvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre los riñones.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio.

Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne? pensó Dunstan . Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito.

Julio Grèbe era un joven de veinticinco a veintiséis años, pequeño de estatura pero bien formado y de una elegancia ultra-británica: lo que le desfavorecía mucho era un par de ojos muy saltones, azules pálidos y cuya expresión era casi siniestra a veces, otras semiapagada. Tenía resuelto andar, caminando con las piernas en arco, cual si aun a pie, estuviese montado a caballo.

Otro de los comensales era un señor de patillas blancas, rostro atezado y expresivo, que me dijeron era alcalde de uno de los pueblos de la provincia, no recuerdo cuál: se llamaba Cueto. Otro un jovencito rubio, estudiante de Derecho. Otro, por fin, un catalán de rostro anguloso y escuálido, ojos saltones y bigotes largos y caídos como un chino, a quien llamaban Llagostera.