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Actualizado: 3 de julio de 2025


Las ruedas se hundían profundamente, en el barro del camino, que corría entre las marchitas hierbas del lodazal, y el agua saltaba a cada instante hasta la caja del coche. El que lo conducía poco se preocupaba del paisaje que lo rodeaba: sumido en sus pensamientos, permanecía sumido en su rincón, y sólo se enderezaba a ratos, cuando las riendas amenazaban escaparse de sus manos indolentes.

Te confieso que, para , pasar todo un mes en esas horribles montañas, sería lo más triste, lo más penoso, lo más fastidioso del mundo, si he de juzgar por los tres días que llevamos aquí. Mientras tenía lugar este diálogo, el general saltaba en el sillón; oprimía la tabaquera entre sus dedos, y yo preveía la tempestad que iba a estallar.

En vano afirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado siglos después de la muerte de la emperatriz. La imaginación del niño saltaba desdeñosamente sobre estos reparos.

El agua, verde y blanca, saltaba furiosa entre las piedras; las olas rompían en lluvia de espuma, y avanzaban como manadas de caballos salvajes, con las crines al aire. Lejos, a media milla de la costa, como el centinela de estos arrecifes, se levantaba la roca de aspecto trágico, Frayburu.

Doña Inés inspiraba a su padre terror pánico, y siempre trataba de huir de su enojo como de una espada desnuda. Su decidida afición a la muchacha saltaba, no obstante, por encima de los obstáculos, como un corcel generoso salta la valla que se le ha puesto para atajar su carrera.

Para justificar las señoritas este avance hacia los parajes ocupados por sus amigos, continuaban su tarea distributiva entre los señores adormilados que fingían leer en las inmediaciones del fumadero. «Señor, ¿un bombón?...» Y el gringo, despertado de su lectura por la voz juvenil, levantaba los ojos del volumen alemán o inglés y metía la mano en la arquilla murmurando: «Grachias, mochas grachias». Luego, volvía a sumirse en el libro adormidera. «Señor, ¿un chocolate?» Y el brasileño de tez amarilla y picudas barbillas, enjuto y anguloso, como si el sol ecuatorial hubiese absorbido toda su grasa, saltaba del sillón con galante apresuramiento, como si le fuese en ello la vida: «Muito obrigado... ¡oh! muito obrigado». Y sólo al estar lejos la señorita osaba devolver la gorra a su cabeza y la cabeza al respaldo del asiento.

Era un combate, cada veinticuatro horas, con las fuerzas ciegas de la Naturaleza. El ejército del trabajo se extendía por todo el globo: arañaba los continentes, saltaba a las islas, surcaba el mar, descendía a las entrañas del suelo. ¿Cuántos eran sus soldados? ¡Quién podía contarlos! Millones y millones.

Luego que bajé el primer tramo, un suspiro, y saltaba los escalones de dos en dos, temeroso sin duda de que el ingeniero viniera á cogerme segunda vez. ¡Oiga usted! ¡Venga usted aca! me gritaba desde arriba. ¡Verá usted un grupo magnífico!

En los mismos momentos en que los dos maridos abandonaban la sala, Pierrepont, pareciendo obedecer contra su voluntad una orden de Mariana, se levantaba y salía de su localidad. Beatriz, que tras del abanico no cesaba de mirarlo, sintió que el corazón se le saltaba del pecho, y aun tuvo que ponerse sobre él la mano para contener sus violentos latidos.

De noche dormía con zozobra, y muchas veces, al menor ladrido del perro, saltaba de la cama, lanzándose fuera de la barraca escopeta en mano. En más de una ocasión creyó ver negros bultos que huían por las sendas inmediatas. Temía por su cosecha, por el trigo, que era la esperanza de la familia, y cuyo crecimiento seguían todos los de la barraca silenciosamente con miradas ávidas.

Palabra del Dia

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