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Isidora no cabía en de júbilo. Aquel día, el 24, soltarían a Mariano. Ella misma iba a sacarle de la horrenda cárcel. ¡Oh! ¡Si no se hallara muy mal de dinero, aquel día habría sido uno de los más felices de su vida! ¿En qué había gastado lo que le diera dos meses antes el marqués de Saldeoro por cuenta del Canónigo? Verdaderamente ella no lo sabía.

El corazón quería salírsele del pecho al ver los bonitos caracteres que decían: El marqués viudo de Saldeoro. Largo rato estuvo perpleja, la cartulina en la mano, sin apartar los ojos del sortilegio que sin duda contenían las letras negras del nombre y las pequeñitas de las señas: Jorge Juan, 13.

Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma.

Y luego, cuando el sacerdote consumía: «Bendito sea el Señor que me ha deparado la ayuda del marqués de Saldeoro, ese caballero sin igual, fino y atento como no hay otro... ¡Y qué hermosos ojos tiene, qué guapo es y con qué elegancia viste! Aquello es vestirse; lo demás es taparse... ¡Qué bien habla, y cómo se interesa por !

Me volveré de este otro lado... »El tal marqués viudo de Saldeoro está loco por ; pero no seré tonta, no le daré a conocer que me gusta... ¡Y cómo me gusta!... En fin, suspiremos y esperemos. Conviene tener dignidad. ¿Soy acaso como esas cursis que se enamoran del primero que llega? No, en mi clase no se rinde el corazón sin defenderse. Firmeza, mujer.

Su ansiedad era grande, porque había recibido una elegante esquela en que el viudito de Saldeoro, después de declararse imposibilitado de salir a la calle, invitaba a la señorita de Rufete a venir a su casa, donde sería enterada de una comunicación del Canónigo en que se le enviaba dinero, y de un asunto extraordinariamente importante y venturoso.

Cuando el señor del gabán claro pasó por la trágica esquina, Isidora echó a correr, llegose a él, se le colgó del brazo. Hubo exclamaciones de sorpresa y alegría... Después siguieron juntos, y se perdieron en la niebla. «¡Ah! murmuró D. José con vivo dolor . Es el marqués viudo de Saldeoro... ¡Ingrata!... ¡Y qué hermosa!». El pobre señor se apoyó en la esquina: su desconsuelo era grande.

La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su alma en presencia de aquellas mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.

Instalación de Isidora en su casa de la calle de Hortaleza, no se sabe sin con propios recursos o a expensas del marqués viudo de Saldeoro. Escándalo. Pronuncia D.ª Laura su célebre frase: «Ya veía yo venir esto». Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina militar.

Comenzado el pleito, intenta pleitear por pobre; pero el bienestar aparente de su casa y el lujo de su persona hacen fracasar la información. El viudito de Saldeoro, para obtener de ella el empeño de las alhajas, le hace mimos y repite su antigua, manoseada y ya gastadísima promesa de casarse con ella. Sangrientos combates del 25, 26 y 27, que ocupan la atención pública.