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Actualizado: 27 de junio de 2025


Vió un cañón acostado, con las ruedas rotas y en alto, entre muchos hombres que parecían dormir; vió soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin un grito, sin una contracción, como si los dominase el sueño instantáneamente. Otros aullaban arrastrándose ó caminaban con las manos en el vientre y las posaderas rozando el suelo. El viejo experimentó una sensación aguda de calor.

Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que digieren el insípido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se extiende por la plaza.

Aleteaban en los extremos más sombríos las aves negruzcas que descendían de noche al templo por los agujeros de la bóveda. Como puntos fosfóricos brillaban en la obscuridad los ojos de los mochuelos. Los murciélagos, asustados por la luz, volaban torpemente, rozando con sus alas las caras de los dos jóvenes.

Pues vete mirando desde el muelle hacia tierra: toda la villa, con su barrio de labradores, que parece un aduar de marruecos; detrás del aduar, el estero con sus junqueras, adonde viene a desembocar el río que ha bajado de aquellas alturas rozando un buen pedazo del perfil de la vega.

A veces consentía en recibir a algún viejo aristócrata: penetraba en la sala tartamudeando adulaciones, rozando casi la alfombra con sus cabellos blancos; e inmediatamente, cruzando sobre el pecho las manos de fuertes venas donde corría sangre de tres siglos, me ofrecía su hija por esposa o para concubina.

Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes: Y bien: ahora que me has visto de pie: ¿me quieres todavía? ¡Bah! Muerto, bien muerto, me despedí, y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.

Hubo una vez en que los atributos de la juventud humana se hicieron, más que en ninguna otra, los atributos de un pueblo, los caracteres de una civilización, y en que un soplo de adolescencia encantadora pasó rozando la frente serena de una raza. Cuando Grecia nació, los dioses le regalaron el secreto de su juventud inextinguible.

Una sonrisa de triunfo contrajo los labios de Miguel, quien salió también velozmente fuera de la sala y se apostó en el vestíbulo esperando a Lucía. Al pasar ésta, rozando con él, aunque sin mirarle, deslizó en su mano una carta que tenía preparada.

Y luego reclinó la cabeza sobre mis hombros, y rodeó sus frescos brazos a mi cuello. ¡Yo te amo! la dije con voz opaca y ardiente rozando con mis labios sus mejillas. Amparo se estremeció y rompió a llorar. ¡Te amo continué no desde cuando! me parece que te he amado toda mi vida; que te amaba antes de nacer. Amparo se estrechó más contra .

Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separose de él bruscamente y, volviéndole la espalda, se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas. El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua, asomando solamente el penacho de su casco.

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