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Actualizado: 11 de junio de 2025


Las ventanas parecían lanzar llamaradas, y por encima de la techumbre se amontonaba una espesa nube, semejante a un palio formado por un torbellino de humo negro. Me oprimí el corazón con las manos; creí que sus latidos iban a romperme el pecho, tan violenta era la impresión que experimentaba ante ese espectáculo.

La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato. Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero.

¡Pues entonces, en nombre del Cielo grité extendiendo hacia él los puños, corramos a Zenda, aplastemos a Miguel y traigamos al Rey a su capital y a su trono! Sarto se puso en pie y me miró fijamente. ¿Y la Princesa? preguntó. Incliné la cabeza y tomando la rosa la oprimí hasta destrozarla entre mis manos y mis labios.

Escuchábame ella pensativa. Su animación y su ardor para defenderse habían desaparecido. Los párpados caídos me ocultaban sus ojos y una expresión de indecible tristeza ensombrecía su linda cara. La languidez de toda su persona, de su talle inclinado, de sus manos abandonadas, hacíala infinitamente interesante. Tomé una de aquellas manos, inertes en la falda, y la oprimí contra mis labios.

Se me acercó y me puso la mano sobre el hombro, mano que torné y oprimí entre las mías. Bien continuó, que se habla y se escribe como si el amor lo fuese todo. Quizás lo sea para algunos. Pero si lo fuera también para ti, Rodolfo, hubieras dejado morir al Rey en su prisión. Llevé su mano a mis labios.

Muy mal aviada estoy para recibir a usted. Echóse por los hombros, para ocultar lo raído del traje, un chal de brillantes rayas que había dejado caer, e inclinándose graciosamente, me dio la mano. Se la oprimí y la oprimí contra mis labios tratando de reanimar mi valor, mientras ella, siempre sonriente, me miraba, esperando la explicación de mi visita a aquella hora.

Hice seña de que sin decir nada y me oprimí el pecho con las dos manos; en seguida, cuando él lo notó, las dejé caer, pero retrocedí tres pasos tambaleándome y fue un milagro si conseguí mantenerme en pie. Inquieto, él se me acercó. Estoy cansada dije, esforzándome por sonreír. Ven, vamos a sentarnos, la noche es larga.

En aquel instante abrirse una ventana sobre cabeza, la voz de un hombre preguntando: «¿Qué es eso? ¿qué ocurre?» y después pasos precipitados. Oprimí firmemente el puño de mi espada. Si De Gautet llegaba a salir su muerte era segura. después el choque de dos aceros, las pisadas, de los combatientes y el grito de uno de ellos al caer herido.

Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes: Y bien: ahora que me has visto de pie: ¿me quieres todavía? ¡Bah! Muerto, bien muerto, me despedí, y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.

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