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De repente, escuchóse un gran rumor y estallaron, como trueno formidable, las lamentaciones de las sombras; dando ayes dolorosos, se apartaban de la mesa, volvían a sus nichos y a sus tumbas, y registraban los cuatro rincones, buscando una moneda más que arrojar en la bandeja; las que tropezaban con ella, corrían a ofrecerla a la figura enmascarada, quien, de una vuelta de dados, hacíala desaparecer; las que nada encontraban, gemían, la cara contra la tierra.

Pareciole buena idea aquello de purificarla en las Micaelas, y aunque a nadie lo dijo, para consideraba aquel camino como el único que podía conducir a una solución. Rabiaba por echarle la vista encima al basilisco, y como su sobrino no le decía que fuera a verla, este silencio hacíala rabiar más.

La nariz era perfecta. «Narices como la mía, pocas se ven»... Y por fin, componiéndose la cabellera negra y abundante como los malos pensamientos, decía: «¡Vaya un pelito que me ha dado Dios!». Cuando estaba concluyendo, se le vino a las mientes una observación, que no hacía entonces por primera vez. Hacíala todos los días, y era esta: «¡Cuánto más guapa estoy ahora que... antes! He ganado mucho».

Obligábala a salir descalza por el jardín en las mañanas más crudas para buscarle una flor, o bien la tenía con la cabeza al sol horas enteras, haciendo la guardia, para que los pájaros no picasen una planta de grosella. Hacíala dormir en el suelo al lado de su cama, y varias veces durante la noche le mandaba levantarse y bajar a la cocina por agua.

Escuchábame ella pensativa. Su animación y su ardor para defenderse habían desaparecido. Los párpados caídos me ocultaban sus ojos y una expresión de indecible tristeza ensombrecía su linda cara. La languidez de toda su persona, de su talle inclinado, de sus manos abandonadas, hacíala infinitamente interesante. Tomé una de aquellas manos, inertes en la falda, y la oprimí contra mis labios.

Era en tales momentos cuando la niña padecía los más crueles castigos, cuando su frágil existencia corría verdadero peligro. El miedo fue otro de los padecimientos que le infligía a menudo. En las altas horas de la noche hacíala levantarse y la enviaba a las habitaciones extremas de la casa en busca de cualquier objeto. La niña tornaba pálida, temblorosa, sudando de angustia.