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Actualizado: 3 de junio de 2025
Cuando terminó, levantóse vivamente del asiento, el rostro pálido, las manos convulsas, y salió con precipitación de la estancia. Al cruzar el pasillo para dirigirse a su cuarto, dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
Ignorando la inmovilidad del centro en torno del cual rodaban, creían con la mejor buena fe que el movimiento era de avance. «¡Cómo corremos! ¿Adonde iremos a parar?» Y Febrer sonreía, apiadado de su simpleza, viéndolos ufanarse de la rapidez de su progreso, cuando estaban en el mismo sitio, de la velocidad de una ascensión que emprendían por milésima vez y había de ser seguida fatalmente por el descenso cabeza abajo.
Acudieron los invitados, siendo de los primeros en presentarse Robledo y Watson, cada cual por un lado distinto. El ingeniero y el contratista, estrechamente agarrados, rodaban por el suelo, derribando gran parte del «santuario de verdura». Pirovani, más carnudo y vigoroso que Canterac, lo sofocaba con su peso.
Aquella ruda faena embrutecía a Antonio, le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo. La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas. El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitas doradas por el sol de la tarde.
La generala, al pronunciar estas palabras en voz baja y reprimida, se había ido animando poco a poco; sus mejillas se habían coloreado fuertemente, y por ellas rodaban, al concluir, dos gruesas lágrimas. Miguel se sintió conmovido. Mucho siento haberla ofendido... ¡Perdóneme usted! No; tienes razón para tratarme así repuso llevándose el pañuelo a los ojos.
Aquellos millones fantásticos, saliendo de la boca de Juanito, rodaban sobre el pobre tapete de la mesa, parecían infundir por la mísera habitación un ambiente de aplastante opulencia, algo semejante a la sonora vibración de montones de oro. Y esta conversación fue repetida un día y otro, hasta que Juanito quedó desconcertado e indeciso ante una proposición de las dos mujeres.
Echáronse sobre él, le increparon, le insultaron, acorralado contra la pizarra, muda ahora; y Rocchio, como fiera a quien abren la jaula, acudió a apoyarle... La lucha estalló entonces: los sombreros rodaban por el suelo, los bastonazos llovían; todos gritaban, enzarzados unos con otros, en torno de míster Robert, impasible.
El Mosco notaba el jadear de sus compañeros, la fatiga que sentían en las cuestas obscuras, cuyos pedruscos sueltos rodaban bajo sus pies. ¡Animo! les decía . Ya me lo esperaba yo: sois de ciudad y no estáis acostumbrados a andar. ¡Pero si esto es un paseo!... Atravesaron el arenoso lecho de dos torrentes secos.
¡Siempre! contestó estremecida. ¡Como hoy, como mañana, hasta después de muerta! A la incierta luz de la aurora, que bañaba en celestes claridades el rostro de Angelina, vi que lloraba, que dos lágrimas rodaban por sus mejillas. ¡Niña! gritó mi tía desde los umbrales del templo. ¿Qué haces? ¡Ya empezó la misa! La joven corrió hacia la iglesia.
Una sonrisa crispó sus labios. ¡Perecer! sí, pero no solo. ¡Sucumbir! muy bien, pero no sin vengarse. Los jinetes empezaban á aparecer por las anchas avenidas del bosque. Los coches rodaban al trote de sus tiros, los más hermosos del mundo. La vida elegante renacía en su diario y monótono esplendor.
Palabra del Dia
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