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Así sucedía no pocas veces en épocas de agitaciones bursátiles, que detrás del corredor que partía a venderle sus títulos, salía por otra puerta un segundo con encargo de hacer el alza; y por la tarde, cuando uno y otro regresaban a dar cuenta de sus operaciones, don Eleazar tomaba la palabra y hablaba en el lenguaje y el acento de un varón santo y convencido: Así es, señor don Tomás, así es; ya que ellos lo han querido, bien empleado les esté. ¡Ya usted sabe, señor, que a no me gusta hacer mal a nadie!

Tal vez el miedo le hizo callar; tal vez se imaginaba el infeliz que los del vehículo regresaban para darle auxilio, y enmudecía, arrepentido de sus exclamaciones anteriores. Ahora la ola fué más dura, más violenta. El automóvil se levantó como si fuera á volcarse, y hubo un chasquido de tonel que se rompe, estallando á la vez duelas y aros.

Avanzaron á marcha forzada por él, y llegando á la peña de Sobeyana se detuvieron. Era el sitio más á propósito para la siniestra emboscada que preparaban. Ocultos entre los avellanos y nogales que guarnecían el camino esperaron. No se tardó media hora sin que llegasen á sus oídos los ¡ijujús! de los del Condado, que regresaban los primeros á sus casas henchidos de alegría y orgullo.

Eran las ideas principales, como si dijéramos las ideas inquilinas, palomas que regresaban al palomar después de pasearse un poco por los aires. «Ella se lo pierde... se dijo con cierta convicción enfática . Y en el desdén se lleva la penitencia, porque no tendrá nunca el consuelo que desea... Yo me consolaré con mi soledad, que es el mejor de los amigos. ¿Y quién me asegura que el año que viene, cuando vuelva, no la encontraré en otra disposición?

Ahora se poblaba su extensión amarillenta con buques de todas clases: fragatas cabeceantes que hundían sus proas en la espuma a impulsos de los hinchados trapos; vapores negros que regresaban a Europa después de librar su cargamento de carbón; goletas minúsculas inclinándose sobre las olas con una inestabilidad que arrancaba gritos de miedo a las mujeres agrupadas en las bordas del Goethe.

Esos bienes que Dios da a todos, a los que siempre me he mostrado insensible, y cuya dulzura sólo puedo apreciar ahora, los habría disfrutado aún durante veinticinco años. ¡Ah! ¡Y he sacrificado mis días a una quimera; los he perdido por una gloria estéril que no me ha proporcionado la dicha, y que ha muerto antes que yo!... Mire, mire añadió señalando a unos aldeanos que atravesaban el parque y regresaban, cantando, a sus faenas, ¡qué no daría yo ahora por participar de sus trabajos y de su miseria!

Los primeros obreros que iban hacia su trabajo con las manos en los bolsillos, las verduleras que regresaban de los mercados empujando sus carretones, volvían la cabeza con interés, siguiendo este desfile de carruajes veloces, casi todos ellos con hombres en los pescantes al lado del conductor.

Nuevas compras fueron realizadas en aquella segunda parte de la mañana, y cuando regresaban, cargados ambos de paquetes, Barbarita se detuvo en la plazuela de Santa Cruz, mirando con atención de compradora los nacimientos.

Todos los trabajos que se hicieron para hacer declarar otra cosa a D.ª Rafaela resultaron infructuosos. Cuando regresaban a su casa tropezaron a D. Dionisio Oliveros que salía de ella. El poeta venía a ponerse a disposición de sus amigos. Abrazó conmovido a Mario, y éste tuvo la satisfacción de escuchar de su boca estas palabras aladas: ¡Qué tremenda desgracia pesa sobre su cabeza, amigo Costa!

Unos eran de Buenos Aires, y habían bajado el río para dar la bienvenida a las familias que regresaban de Europa; otros esperaban el momento de subir al trasatlántico, por curiosidad o por exigencias del oficio. El Goethe había encendido en sus costados poderosos focos de luz verde, que daba a los rostros un tono lívido, haciendo palidecer los faroles de las embarcaciones inmediatas.