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No quiero que se enteren mis familiares, pues serían capaces de reírse; no quiero que sepa nada mi pobre Visitación... ¡Y yo no disimular!, ¡no puedo fingir alegría cuando estoy irritado...! ¡Qué infierno el que sufro! ¡No poder decir que he sido hombre, que he sido débil, como hecho de carne que soy, y que llevo conmigo los frutos de mi falta, sin querer separarme de ellos aunque la calumnia me persiga!

Pues a pesar de esta falta de cultura, que a cualquiera parecerá ridícula, era un hombre que se imponía. Nunca entraban deseos de reírse de él. Había cierta energía en su acento y un desdén oculto detrás de su refinada cortesía, que infundían respeto y hasta miedo.

Ramón la idolatraba como si fuera una santita de madera, le contaba historias preciosas, y le traía del mercado unos juguetes tan chuscos, que bastaba verlos para reírse a carcajadas. Esperábala esa tarde con un saltaperico de retorcidos cuernos y barbas de chivo. Para sorprenderla, lo abrió de repente, pegándose en la nariz con la cabeza del saltaperico.

¡Bienvenido, primo mío! exclamó acercándose y dándome una palmada en el hombro, sin cesar de reírse. Muy disculpable es mi sorpresa, porque no todos los días ve un hombre su propia imagen contemplándole frente a frente. ¿Verdad, señores? Espero no haber incurrido en el desagrado de Vuestra Majestad... comencé a decir. ¡No, a fe mía!

Aún llevábamos en nosotros las marcas del origen. Había que reírse del Dios personal de los judíos, que había modelado en barro al hombre, lo mismo que un estatuario. ¡Desdichado artista! La ciencia señalaba en su obra descuidos y chapuces, sin que él pudiera justificar tales faltas.

Si hubiera sabido hasta qué punto podía leerse mi genealogía en mi aspecto, lo hubiera pensado mucho antes de visitar a Ruritania. Pero a lo hecho pecho. En aquel momento se oyó una voz imperiosa entre los árboles: ¡Federico! ¿Dónde te has metido, hombre? Tarlein se sobresaltó y dijo apresuradamente: ¡El Rey! El viejo Sarto se limitó a reírse con sorna.

Y aun jurara insistió éste que le había oído decir que pertenecía al cuerpo diplomático. Su excelencia soltó la carcajada. Luego ¿no es cierto? exclamó don Simón . Luego ¿no ha representado nunca a España en ninguna corte extranjera? El ministro volvió a reírse con toda su alma. Don Simón entonces soltó también su poco de carcajada; pero su risa era la del conejo.

Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran en el costado izquierdo, después de reirse mucho. Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada, más baja de estatura.

Esta pobre mujer, después de tantas experiencias, aún no había escarmentado y seguía cayendo inocentemente en los lazos que para reirse de ella le tendía aquél. Ahora la querella se había producido porque Antonio la había llamado en son de desprecio femenina. Oye, guasón, á no me digas eso respondió María, preparada á encolerizarse.

En general, es peligroso el reirse de opiniones sostenidas por grandes hombres en materias tan graves; porque si no aciertan, tienen por lo menos en su favor razones fuertes.