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Actualizado: 5 de junio de 2025


Yo estaba consternado, cuando á medio día, en un montón de cartas, se encontró una para el señor Bobart. ¡Ah! exclamó Roussel; ya la tenemos. Espere el señor, que la cosa se va á hacer más precisa dentro de un segundo ... Hacia las doce y media, la cocinera del señor Bobart entró en la portería.

»Item, que los poetas más antiguos se repartan por sus turnos a dar limosna de sonetos, canciones, madrigales, silvas, décimas, romances y todos los demás géneros de versos a poetas vergonzantes que piden de noche, y a recoger los que hallaren enfermos comentando, o perdidos en las Soledades de don Luis de Góngora; que haya una portería en la Academia, por donde se sopa de versos a los poetas mendigos.

Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido; y que así, se salió de su casa, despechado y corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, así como lo supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así, aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la guarda de la puerta, y él, con otro, habían entrado en el monesterio buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella.

Su domestidad, y más todavía su ausencia, contribuyen no poco, en mi sentir, a que Belarmino viva en paz octaviana. La Juana, por orden nuestra, no aparece por el zaquizamí de la portería; se está en la habitación que les dieron ustedes de vivienda, y cuando no, de paseo por la calle o de novena en alguna iglesia.

Ya lo había pensado también su paisana la tarde anterior; pero como ignoraba el número de la casa de D. Romualdo en la calle de la Greda, no se determinaron a emprender las averiguaciones. Por la mañana, habiéndose brindado el portero a inquirir el paradero de la extraviada sirviente, se le mandó con el encargo, y a la hora volvió diciendo que en ninguna portería de tal calle daban razón.

Díjole además la portera que momentos antes había subido a la casa un señor sacerdote, alto, de buena presencia, el cual, cansado de llamar, se fue, dejando un recadito en la portería. «¡Ya!... Es D. Romualdo... Así dijo, , señora. Ya ha venido dos veces, y... ¿Pero se marcha otra vez a Guadalajara? De allá vino ayer tarde. Tiene que hablar con Doña Paca, y volverá cuando pueda».

Desde ayer no he dejado la portería de la casa del señor Bobart. Francisco, que es mi amigo, me instaló en un rincón de su cuarto y allí he esperado los acontecimientos. Nada ocurría; ningún suceso, ninguna agitación. El señor Bobart se retiró ayer á las diez. Esta mañana no salió. La distribución del correo nada había indicado.

Cuando entro en mi casa y veo al portero en su cuartito bajo, comiéndose unas sopas de ajo con la portera, ¡me da una envidia...! Quisiera mandarle a mi principal y quedarme yo en la portería, aunque tuviera que barrer el portal todas las mañanas, limpiar los metales y lavar la escalera de arriba abajo... Si es lo que digo, me vendría bien encerrarme en un convento y no acordarme más del mundo.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas, amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas a la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero: ¡Ave María purísima!

El señor Francisco Martínez Montiño. ¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera? , señora, espera la contestación. Hacedle entrar, madre Ignacia. Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir. Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.

Palabra del Dia

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