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Dime le preguntó Golfín ¿ vives en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta posesión? Dicen que no tengo madre ni padre. ¡Pobrecita! trabajarás en las minas.... No, señor. Yo no sirvo para nada replicó sin alzar del suelo los ojos. Pues a fe que tienes modestia. Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas parduzcas.

La pobrecita no puede tenderse, y está sentada día y noche con los brazos extendíos y moviendo las manos así... así; como si buscase la salusita que se jué pa siempre. ¡Ay, mi pobre Mari-Cruz! ¡Mi prima del arma!... Y lanzaba estos gritos como si fuesen rugidos, con la expansión trágica de la raza gitana que necesita espacio libre para sus dolores.

Me parece mentira. ¡Ay, hijo, qué bueno eres! Mereces que te caiga la lotería, y si no te cae, es porque no hay justicia en la tierra ni en el cielo... Adiós, hijo, no puedo detenerme ni un momento más... Dios te lo pague... Estoy en ascuas. Me voy volando a casa... Quédate en la tuya... y a esta pobre desgraciada, cuando despierte, no la pegues, hijo, ¡pobrecita!

Se quedó solo en su despacho meditando sobre las ruinas de sus inventos, máquinas y colecciones. «¡Dios mío! ¡si estará loca la pobrecitadecía entre suspiros Quintanar, con las manos en la cabeza. Se acostó decidido a consultar seriamente lo de su mujer.

Tenía barcos, tenía esclavos, tenía trajes de púrpura y palacios con terrazas que eran jardines; pero lo abandonó todo por ocultarse en el mar, esperando durante siglos y siglos que una ola la arrastrase a la playa para ser recogida por el tío Ventolera y que éste la trajese a mi casa... ¿Por qué me miras así? , pobrecita, no entiendes estas cosas. Margalida le miraba con asombro.

Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en todo. Por aquí, digo, y por aquí se va.

En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñá cargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo y huyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que le conocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombre había producido en su alma. v ¡Cómo estuvo aquel día la pobrecita! No se enteraba de lo que le decían, no veía ni oía nada.

Piense usted, don Marcos, que la juventud tiene sus derechos. Y la vejez sus deberes contestó el coronel con bondad, resignándose ante el porvenir. Ahora, de pie ante el príncipe, balbucea con timidez y confusión porque va á abandonarlo. Me espera Madó: la pobrecita sale muy poco. Le gusta que la lleve por las tardes al concierto en las terrazas. Son las cinco.

¡Ah! exclamó mi tío golpeándose en la frente. ¡Pobrecita! ¿Quién lo hubiera creído?... ¿Será posible? ¡Ya me lo había sospechado! ¿Y por qué no? Cualquiera, conociéndolo a usted... ¿o pensaba usted... que, casándose con una muchacha como esa, no?... ¡Oh! no, no contestó mi tío con cierto orgullo reconcentrado, como un hombre que está persuadido de haber cumplido con su deber.

Parece un pajarito que a todas horas está cantando. Nos tiene un cariño, un amor... que.... ¡Si te diga que pareces de la familia! ¡Qué cuidados con Carmen! Es muy viva, muy sabia; escribe que es un, ¡encanto! Ya conoces su letra; ella escribe cuando yo estoy con la jaqueca. La pobrecita ha sido muy desgraciada. ¡Dios le un buen marido!... Pues... pedírselo a San Antonio.