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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Desnoyers consentía á Roberto sus declamaciones contra los burgueses, porque se prestaba á todos sus caprichos de incesante arreglador de muebles. En la lujosa vivienda de la avenida Víctor Hugo, el carpintero cantaba la Internacional mientras movía la sierra ó el martillo. Esto y sus grandes atrevimientos de lenguaje lo perdonaba el señor, teniendo en cuenta la baratura de su trabajo.

En cuanto a la nihilista, su vida no estaba, como la de Zakunine, llena de atrocidad, y la dureza de la suerte que la había dejado sola a la edad de veinte años, la profundidad de sus estudios y la altura de su inteligencia, hablaban en su favor; pero el juez no perdonaba a una mujer, a una niña, el sangriento ideal de la destrucción, y si en algún momento se inclinaba a excusarlo, ese vínculo con el Príncipe le parecía sin excusa.

El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas, para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora? Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su valor.

Me perdonaba mis faltas, y yo le perdonaba las suyas... ¡Qué triste va, quizás pensando en lo mal que se ha portado con la Nina! Parece que está peor del reúma, por lo que cojea, y su cara es de no haber comido en cuatro días.

Si ya sabía que andaba en grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porque no debía olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y la causante de la triste situación en que se hallaban. Pero, ¿qué culpa tiene Jacintito, tía Silda? Es un excelente muchacho, muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna; ¡ha puesto un escritorio de corretajes en la calle Piedad!

Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo.

Va Zadig á él, le desarma; y quando mas enfurecido el Egipcio se quiere tirar á él, le agarra, le aprieta entre sus brazos, le derriba por tierra, y poniéndole la espada al pecho, le quiere dexar la vida. Desatinado el Egipcio saca un puñal, y hiere á Zadig, quando vencedor este le perdonaba; y Zadig indignado le pasa con su espada el corazon.

Pero dando por supuesto que esos dos merecieran castigo, ¿qué tenemos que ver nosotros con su delito? Si una persona le agraviase, ¿sería usted capaz de vengarse en sus hijos y sus nietos? No lo creo. Principiaría usted por perdonar al ofensor, y si no le perdonaba, al menos se guardaría de causar ningún daño a sus hijos.

Y si la ferocidad de la rebelde inspiraba terror, nadie perdonaba los celos de la mujer: hasta los más indulgentes para con los delitos de amor, negaban a la pasión de la nihilista toda buena cualidad; la juzgaban fría, dura, salvaje. Y mientras la nihilista aparecía de ese modo bajo una triste luz, los detractores de Zakunine, sin desdecirse del todo, reconocían la inocencia de éste.

La mamá entreveía en aquella ignorada página de la existencia de su heredero, amores un tanto libertinos, orgías de mal gusto, bromas y riñas quizás; pero todo lo perdonaba, todo, todito, con tal que aquel trastorno pasase, como pasan las indispensables crisis de las edades. «Es un sarampión de que no se libra ningún muchacho de estos tiempos decía . Ya sale el mío de él, y Dios quiera que salga en bien.

Palabra del Dia

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