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Actualizado: 12 de junio de 2025
Mi futura mamá, sin dejar de mostrarse compasiva, me dirigió algunas zalamerías, como la de decirme que tenía un corazón de oro, y que si algún día perdonaba a su hija, sería más por consideración a mí que a ella. Tanto como el resultado satisfactorio de aquella plática me halagaba la habilidad diplomática que creía haber desplegado durante ella.
Con todo este desengaño porfió segunda vez por medio de su hermana, á persuadirle que pasase al Oriente con algun socorro que le enviaria, porque Philadelphia estaba en mayor aprieto que el año antes, y que la necesidad que padecían no perdonaba aún á los muertos.
Era en vano que Juana, no solamente no le hiciera reproches, ni aun le confiase nada. Era demasiado mujer, y demasiado madre; había sufrido demasiado ella misma, para que pudiera engañarse sobre la verdad de las cosas, y no se perdonaba la extraña ceguedad con que había entregado a su hija a un destino peor que el suyo.
Mas si perdonaba a mi tía su elevación en la escala social, se desquitaba sin duda alguna con el prójimo, con las circunstancias y con la vida, porque refunfuñaba siempre. Tenía el semblante áspero de un salteador de caminos, vestía constantemente zagalejo corto y calzaba zapatos bajos, aunque nunca fuera a la ciudad a vender leche, ni trotara su imaginación como la de la lechera de la fábula.
Miguel, más galante que los gatos, no sólo se dejaba tirar de los pelos con la paciencia de un mártir, pero hasta buscaba con afán las ocasiones del martirio. Con una generosidad de que hay muy pocos ejemplos en la historia, no solamente perdonaba a su hermanita sus feroces caricias, sino también los malos tratos y desabrimientos que por causa de ella estaba obligado a padecer.
Hubo en esta tierra un salteador de caminos que no se contentaba con robar a la gente, sino que mataba a los hombres como moscas, o porque no le delatasen o por antojo. Un día, dos hermanos vecinos de aquí, tuvieron que hacer un viaje. Todo el pueblo fue a despedirlos, deseándoles que no topasen con aquel forajido que no perdonaba vida y tenía atemorizado al mundo.
Guillermina, alzando la voz, decíale que se abrazara a la cruz, que Dios la perdonaba, que ella la envidiaba por irse derechita a la gloria, y otras muchas cosas que la hacían a una llorar.
Con la energía empleada en esta violencia hecha a la pasión antigua, daba por gastada toda la fuerza de su pobre voluntad, y se perdonaba, con pocos escrúpulos, los aplazamientos y prórrogas que iba dando a lo de las cuentas del tío. Sí, pensaba explicarse; pensaba plantear la cuestión... pero pasaban los días y no hacía nada. Nada entre dos platos.
Como que me había pasado en la tienda y en el almacén toda la niñez y lo mejor de mi juventud. Mi padre era una fiera; no me perdonaba nada. Así me crié, así salí yo, con unas ideas de rectitud y unos hábitos de trabajo, que ya ya... Por eso bendigo hoy los coscorrones que fueron mis verdaderos maestros. Pero en lo referente a sociedad, yo era un salvaje.
Mientras Mario perdonaba y aun olvidaba el martirio de su hijo, ella lo tenía grabado a fuego en el corazón; no podía arrojar de su alma cierto rencor contra su padre, aunque fuese irresponsable. Tampoco Presentación le había perdonado las quemaduras del rostro. Fue necesario pensar en el establecimiento adonde le habían de conducir.
Palabra del Dia
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