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Actualizado: 7 de junio de 2025
Si ellos no quieren ayudarnos, nosotros debemos hacer las investigaciones por nuestra cuenta. El abogado se despidió de nosotros en la plaza Trafalgar, conviniendo en reunirse con nosotros en la de Grosvenor, después del funeral, para leer formalmente el testamento delante de la hija del muerto y de su compañera, la señora Percival.
Le expliqué, en breves palabras, lo que había descubierto en Italia, refiriéndole mi encuentro con el monje capuchino y nuestra curiosa conversación. Jamás le oí hablar de él a mi padre me dijo. ¿Qué clase de hombre es? Se lo describí lo mejor que pude, y le conté cómo lo había conocido en una comida dada en su casa, durante su ausencia en Escocia con la señora Percival.
No hizo ni un comentario, cuando ni siquiera proclamó la designación que había hecho el muerto, nombrando al italiano desconocido para administrador de la fortuna de su hija. Pero ¿quién es ese hombre, me hace el favor de decir? preguntó la señora Percival, con su voz tranquila y educada. Jamás oí al señor Blair hablar de esa persona.
Era, sin duda, objeto, de parte de miss Percival, de atenciones y favores especiales; gustábale a ella hablar larga, muy largamente a solas con él... mas ¿cuál era el eterno, el inagotable tema de estas conversaciones? ¿Juan, aún Juan, y siempre Juan? Pablo era ligero, disipado, frívolo, pero volvíase serio apenas se trataba de Juan; sabía apreciarlo, sabía amarlo.
Las viajeras descendieron, deteniendo sus miradas, no sin cierto asombro, en el joven oficial que se encontraba allí algo confuso con su sombrero de paja en la mano derecha y en la izquierda la gran ensaladera rebosando de achicoria. Luego, designando a su compañera de viaje: Miss Bettina Percival, mi hermana: lo habríais adivinado, creo. Nos parecemos mucho, ¿no es verdad? ¡Ah!
Exponerme a la situación es peor para mí que la muerte decía en su carta. ¿Qué podría significar eso? La señora Percival adivinó por la expresión de mi semblante la gravedad de aquella carta, y, poniéndose rápidamente de pie, acercose a mí, colocó su mano con cariño sobre mi hombro, y me preguntó: ¿Qué sucede, señor Greenwood, no puedo saberlo? En contestación le di la carta.
Anunciaron la comida. El aya vino a buscar a los niños; madama Scott tomó el brazo del cura; Bettina el de Juan... Hasta el momento de la aparición de Bettina, Juan se había dicho: «¡La más linda es madama Scott!» Cuando vio la pequeña mano de Bettina deslizarse bajo su brazo, y cuando ella volvió su delicioso rostro hacia él, pensó: «¡La más linda es miss Percival!» Mas pronto volvió a caer en su indecisión cuando se halló sentado entre las dos hermanas.
Me escuchó y respondió: «Necesitaríais veinte a treinta mil dollars, y nadie os prestará esa suma sobre las inciertas probabilidades de un pleito muy complicado; ¡sería una locura! Si sois desgraciada, si necesitáis algún socorro... No es eso lo que pide miss Percival, padre mío, dijo con viveza Richard.
Parece que hoy no está usted con muy buen humor observé, sin poder dejar de sonreírme. No, no lo estoy confesó. La señora Percival está haciéndose muy pesada. Deseo ir esta tarde a Mayvill, y ella no me quiere dejar ir sola. ¿Por qué desea, con tanto empeño, ir sola? Se sonrojó ligeramente, y por un momento pareció desconcertada.
Madama Norton acababa de instalarse en el piano para hacer bailar un poco a los jóvenes. Pablo de Lavardens se acercó a miss Percival. ¿Queréis hacerme el honor, señorita? ¡Ah! Creo haber prometido este vals al señor Juan. En fin, ¿si no es con él... será conmigo? Convenido. Bettina se dirigió hacia Juan que se había sentado cerca de madama Scott. Acabo de echar una gran mentira.
Palabra del Dia
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