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Actualizado: 21 de julio de 2025


Y el cielo se encendía con violentos resplandores de incendio. Verdú reposa en la ancha cama. Sus brazos están extendidos sobre la sábana. Y sus manos son transparentes. Y sus ojos están entornados. Y en su rostro se muestra un sosiego dulce. Verdú respira penosamente. De rato en rato un gemido se escapa de sus labios.

Impresionó penosamente a la compasiva Jacinta aquella estampa de miseria en traje de persona decente, y más lástima tuvo cuando le vio saludar con urbanidad y sin encogimiento, como hombre muy hecho al trato social. «Hola, Sr. de Ido... ¡cuánto gusto de verle! le dijo Santa Cruz con fingida seriedad . Siéntese, y dígame qué le trae por aquí». Con permiso... ¿Quiere usted Mujeres célebres?

Ya no tendrás que buscar los céntimos para la cama, mientras tu corazón latía penosamente como un viejo reloj desquiciado. La capa bohemia EL primer caballero que se terció esta capa para andar de aventuras y amoríos fué el gran Villón, el padre de la lírica francesa.

Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía el caso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se había escapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua de la estación en que se encontraba, «con licencia», y al pasar el tren se arrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió las dos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca de la máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos en papel de estraza; algunos libritos de fumar, y un paquete de cerillas.

Y agitado en su interior por estos pensamientos, avanzaba penosamente, trazando zigzags como si estuviera ebrio, cada vez más pálido y extendiendo sus brazos al pedir mentalmente que lo arrancasen del mundo. Había llegado frente a San Juan, y su mirada, cada vez más indecisa y obscura, se fijó en la célebre veleta, en el pajarraco que doraba el sol, dándole el brillo de un ave del Paraíso.

Juan aprieta los dientes, un estremecimiento sacude sus brazos como si a pesar de él, fuesen a abrazar a Gertrudis. Ella inclina lentamente su cabeza sobre el hombro del joven y su mirada clara y brillante se alza hacia él; pero de pronto lanza un grito agudo... su pie dolorido, que se arrastra penosamente por el suelo, acaba de tropezar con una piedra.

Pero ahora no era el amor quien ponía en tensión sus nervios; eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamente con su situación actual. Le hacía daño la inocente melopea infantil.

A las dos horas distinguió por encima de una sucesión de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenía á ras de tierra. Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Sólo él podía abarcar con su mirada una extensión tan enorme.

Su persona tenía las trazas de una negligencia habitual y su traje estaba mal cuidado. Sin embargo, había en el aire del viejo squire algo que lo distinguía de los agricultores de la parroquia. Estos eran quizá, bajo todo respecto, tan refinados como él, pero se habían arrastrado penosamente por el camino de la vida con la conciencia de estar en la vecindad de hombres que les eran superiores.

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