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Actualizado: 30 de junio de 2025
Le molestaba verlos instalados en su tierra, tener que pasar junto á ellos diariamente, sin protesta y sin agresión, respetándolos porque así lo exigían las leyes. Gustaba en las mañanas de circular por la Rambla ante los puestos de las floristas. Podía pasearse entre dos muros de flores recién cortadas que guardaban aún en sus corolas el rocío del amanecer.
Cuando Siles echó fuera de sí su carga mental, tornó a pasearse por los cafés, por las tabernas, envuelto en su pintoresco carrick. Al cabo de unos años se quebró el cristal encantado de la leyenda, y volvieron los días de penuria y la sórdida pobreza ululaba a la puerta de su hostal.
El mezquino cuerpo se perdía en la anchura de aquella cama tan grande, y allí podía pasearse en sueños el esposo como en los inconmensurables espacios del Limbo. La esposa no se acostó, y acercando una butaca a la cama, y echándose en ella, cerró los ojos.
En aquellos, atardeceres mincosos de la gran Metrópoli, en que Martí solía pasearse por las alamedas de Green Wood, ¡quién iba a imaginarse que de aquella mano tan sencilla pendía un mundo, que tras aquella cabeza silenciosa iba una bandada de águilas libertadoras! Su erudición, pasma. Si todos van contra él, él va contra todos. Tiene del ala y del hacha. De la roca y del torrente.
La tenue de las mujeres, aun en aquellas que un no sé qué vago revela a ojos experimentados pertenecer al gremio tan característicamente llamado en Francia de las horizontales, es siempre correcta y digna. La máscara caerá al pisar la puerta de calle; pero todo hombre puede pasearse con su mujer o sus hijas sin temor de presenciar escenas escandalosas.
En San Juan hace pasearse un negro vestido de clérigo; en Córdoba a nadie desea coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta; en Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de muerte, y es sentado para ser fusilado; en Atiles hace lo mismo con el cura de Alguia; en Tucumán con el prior de un convento.
El Hombre-Montaña iba á pasearse por dentro de ella sin que su cabeza tocase el techo. Diez gigantes de su misma estatura podían acostarse en hilera de un extremo á otro de la grandiosa construcción. Su ancho equivalía á cuatro veces la longitud del coloso.
Luego se llevó una mano á los ojos, y apoyando sus codos en las rodillas gimió sordamente: Era mi madre... ¡Mi pobre mamá, que tanto me quería! Hubo un largo silencio. Torrebianca, como si no quisiera mostrar su dolor en presencia de su mujer, se refugió en una habitación inmediata. Elena, ceñuda y malhumorada, le oyó gemir y pasearse al otro lado de la puerta. Así transcurrió mucho tiempo.
La fama de Gabriel se difundía entre el personal humilde del templo. Los domésticos de la Primada se hacían lenguas de su sabiduría. Los clérigos fijábanse en él, y más de una vez el canónigo bibliotecario, al pasearse por el claustro alto en las tardes lluviosas, había intentado hacer hablar a Luna.
Palabra del Dia
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