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Cogió á la señorita Guichard por la mano y, con autoridad, la acercó á la ventana. La luna alumbraba los macizos del jardín y, cogidos del brazo, los dos jóvenes paseaban á lo largo de las filas de plantas, refrescadas por el aire de la noche. Iban lentamente, con paso cadencioso, graciosos y encantadores. ¡He ahí, sin embargo, lo que querías impedir, continuó Roussel con severidad.

Algunas que aún no habían salido de la primera juventud y llevaban poco tiempo de matrimonio, paseaban casi todo el día del brazo del esposo con aires de tiple enamorada, inclinando la cabeza sobre el hombro de él, como si la cubierta fuese el jardín de «Fausto». Por dignidad de clase, gozosas de jugar un rato a «señora mayor», distinguiéndose de las solteras, permanecían entre las respetables matronas; pero de pronto sentíanse agitadas por un hormigueo irresistible.

Un domingo de Septiembre, á la hora en que paseaban los parisienses aprovechando el hermoso atardecer, supieron por los periódicos el gran triunfo de los aliados y el peligro que habían corrido. La gente se alegró, pero sin abandonar su actitud calmosa. Seis semanas de guerra habían cambiado radicalmente el carácter de París, bullanguero é impresionable.

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.

Los guardas paseaban por las vías con la carabina pendiente del hombro y el paraguas cerrado bajo del brazo, vigilando las vallas ó las orillas de la ría por donde se colaban los merodeadores en busca de la chatarra, acero viejo, piezas de máquinas desmontadas ó rollos de alambre, que vendían en los baratillos de Bilbao. La ría según decía el capitán Iriondo era peor que una carretera antigua.

El balcón de Europa, Manuela, no lo dude usted. El señor Cuadros, después de soltar esta barbaridad, miró a su mujer, que, como siempre, le admiraba. Mientras tanto, las niñas de la casa, las de López y «las magistradas» paseaban por el jardincillo con Rafael, que hablaba de su amigo Roberto, a quien estaba esperando.

Sus labios, rebosantes de risas y de gracia, su palidez meridional y la hermosura de sus ojos negros, rindieron la admiración de muchos viejos nobles que, á la puesta del sol, paseaban la majestad de sus largos casacones bordados bajo los árboles de las Tullerías.

Paseaban los dos hombres por el claustro, siguiendo el lado que a aquella hora matinal caldeaba el sol. El clérigo se había guardado los talonarios. Sus ojos se fijaban en Gabriel, que creía del caso sonreír de un modo enigmático que don Antolín tomaba por una afirmación. Esto le animó a continuar en sus confidencias. ¡Ay, Gabriel! No creas que cumplo sin trabajo mis pesados deberes.

En el Casino se sentaba a su lado, tenía la paciencia de verle jugar al dominó o al ajedrez, y terminada la partida le cogía del brazo, y, como solía llover, paseaban por el salón largo, el de baile, obscuro, triste, resonante bajo las pisadas de las cinco o seis parejas que lo medían de arriba abajo a grandes pasos, que tenían por el furor de los tacones, algo de protesta contra el mal tiempo.

Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.