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Actualizado: 20 de junio de 2025


«¡Mariano, hermanito! exclamó Isidora, que creía sentir su garganta apretada por uno de aquellos horribles dogales . ¿En dónde estás? ¿Eres el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?». No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de su marcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban como quien escucha.

Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos.

Cuando oyó a su lado la voz amorosa de Fernando, aquella voz que sabía tener para ella acentos subyugadores, irresistibles, se ruborizó de dulcísimo placer.

Quiso ponerlas cuarteando también, pero se pasó una vez porque el toro no arrancó. Volvió a cuartear y volvió a pasarse por la misma razón. De nuevo se fue hacia el toro, y otra vez se pasó. Entonces hubo cierto movimiento de impaciencia en el público; se oyó un silbido; esta fue la perdición del pobre mozo.

Te la he traído y te la entrego... sabes envenenar el alma, Ana; envenena la de esa muchacha y haz de modo que nos sirva bien. Voy por ella. Y se dirigió á la puerta por donde había entrado. Pero al abrirla, se vió tras ella un hombre y se oyó una ronca voz que dijo temblorosa, colérica, rugiente, amenazadora: ¡Atrás! ¡atrás, sargento mayor! ¡ no saldrás de aquí!

No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del Comendador, vió éste que Doña Blanca se volvía á hablar con su marido. Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista todo lo sabe y todo lo oye.

Miguel, lleno de asombro, se dirigió a su habitación: al entrar oyó la voz de Perico. Buenas noches, Miguelito. Miró a todos los rincones del gabinete, y no vio a nadie. Estoy aquí, en la alcoba. Miguel fue a allá y le encontró metido dentro de su cama. ¡Pero hombre!... Perdóname... me hallaba medio desnudo y tenía mucho frío... Pero ¿qué ha sido eso?

Entonces, levantándose con un dedo el labio enfermo, el viejo nos contó que, en efecto, desde su choza oyó aquel día, alrededor de las doce, un horrible crujido en las peñas. Como toda la isla estaba cubierta por el agua, no había podido salir, y sólo al siguiente día fue cuando, al abrir la puerta, pudo ver la costa llena de restos y cadáveres arrastrados hasta allí por el mar.

En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que el gitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.

En cuanto dio algunos pasos sintió un golpe en la espalda y oyó una voz ronca que decía al mismo tiempo: ¡Muere, infame! Se heló en sus venas la sangre y dio un salto hacia atrás. Entre las sombras espesas pudo distinguir un bulto más negro aún.

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