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Actualizado: 20 de junio de 2025
Estaban los viajeros delante de la casa del hidalgo.... Pero esto lo supo don Simón porque se lo dijeron; pues tal era la obscuridad, que, por no ver nada, ni siquiera veía las orejas de su caballo. Oyó que alguien aporreaba una puerta, o cosa así, con algo tan duro como un morrillo, y que a cada golpe respondía, adentro, un ladrido tremebundo.
El Canelo no era uno de esos perros frívolos que se ponen en dos patas así que se lo ordenan con imperio, ni se entretenía en buscar un pañuelo cuando se lo ocultaban adrede, ni nunca se oyó que hubiese saltado por Francia, por Inglaterra ó por cualquier otro país extranjero.
Un grito: "¡Dios mío! mi tía!" se oyó en el interior del coche; pero la portezuela golpeó, vigorosamente atraída, y el ruido de las ruedas ahogó el resto de las quejas de Herminia. En el salón de baile los invitados se removían con ardor. Mauricio sacó su reloj y vió que eran las once y media. Hacía algunos momentos ya que Herminia había desaparecido.
Empezaba á impacientarse y á dirigir mentalmente acusaciones á Mauricio, cuando, al sonar la hora en la iglesia del pueblo, se oyó un paso ligero que rompía el pesado silencio de la calleja. El que se aproximaba no venía por la plaza, sino por detrás de Herminia, del lado del bosque. La joven pensó: "¿Seré tonta? ¿Cómo podía haber atravesado todo el país?
Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación casi iracunda: No es por encontrarnos bien por lo que nos quedaremos un tiempo en vuestra casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios.
¿Qué iría á decir la abadesa al duque? murmuraba el asendereado Montiño . ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡y quién me hubiera dicho ayer que esto iba á pasar por mí! Al fin se oyó rechinar la pluma sobre el papel bajo la mano de la madre Misericordia.
Se oyó el golpe del bastón de don Pablo en las losas del patio y sus pasos mesurados; Quilito se arrancó de los brazos de la tía y huyó por las habitaciones interiores, trepando la escalerilla de su cuarto, donde se encerró con doble vuelta. ¿Quién estaba en la sala, Casilda? preguntó don Pablo Aquiles deteniéndose junto al aljibe. Nadie contestó la señora, yo sola. ¿Así, de velo y mantón?
Dimmesdale con reposado acento, como si hubiera estado discutiendo este asunto consigo mismo. Si es capaz de algo bueno, no lo sé. Probablemente la niña oyó la voz de estos hombres, porque alzando con inteligente y maliciosa sonrisa los ojos hacia la ventana, arrojó uno de los capullos espinosos al Reverendo Sr. Dimmesdale, quien con nerviosa mano y cierto temor trató de esquivar el proyectil.
Bien pronto, no se oyó sino el concierto colosal de quejas, que la mala suerte arrancaba a los perdidosos; los dados quedaron quietos y la voz siniestra se apagó. Tímidamente, acercóse una sombra y echó sobre la mesa algo que brillaba como diamantes. Aquí traigo las lágrimas de mi esposa dijo, tómelas usted el peso y aprecie bien los quilates.
Jacinta oyó y vio esto con melancolía. «¡Si supiera usted lo que hizo esta mañana!» dijo; y contó el lance del arroz con leche. ¡Ay, Dios mío, qué gracioso!... Es para comérselo... Yo, te digo la verdad, le traería a casa si no fuera porque a Baldomero y a Juan no les gustan estos tapujos... ¡Ay!, de veras te lo digo.
Palabra del Dia
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