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Actualizado: 4 de mayo de 2025


El cura se levantó, fué otra vez á la alacena y sacó de ella una copa extraordinariamente sucia. Después de haberla mirado al trasluz, fué á lavarla á la jofaina con el mayor sosiego. Octavio bebió una copa del vino de misa mayor, y, en efecto, no le apagó la sed: La impaciencia y la rabia ayudaban también á abrasarle las entrañas. Pues, como iba diciendo, tiene usted razón, señorito.

Este se enfurece y renuncia á su Laura; sin embargo, no le es posible desterrar por completo de su pecho el amor que le inspira, y, fingiendo ser Octavio, se desliza bajo de sus ventanas, para convencerse de su infidelidad, puesto que duda de ésta, á pesar de las apariencias que la confirman.

Y emprendieron otra vez la marcha en silencio. Octavio lo rompió al cabo de un instante diciendo: ¿De qué perfumista acostumbra usted á surtirse, condesa? No tengo ninguno conocido; entro indistintamente en la primer perfumería que encuentro. Pero al menos tendrá usted una marca predilecta. Tampoco; nunca me fijo en los rótulos de los frascos.

La escena segunda representa el alegre bullicio de la fiesta. Antonio, caudillo de los Castelvines, conversa con otros de su partido, y manifiesta su ardiente deseo de casar á su hija Julia con el joven Octavio, aunque sienta que el corazón de ella no parezca muy inclinado en su favor. Mientras tanto aparecen enmascarados Roselo y Anselmo.

Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora. ¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año. El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata.

El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza.

Octavio, en efecto, pone en práctica su plan, pero traidoramente, puesto que, enamorado también de la Infanta, la entrega á sus criados para que la encierren en un castillo suyo, dándole tiempo para atraer al Príncipe á un paraje solitario y darle muerte.

Los tertulios todos, exceptuando á Octavio, reían con estrépito. Paco Ruiz tomaba con la punta de los dedos, y como temiendo mancharse, una moneda del plato y figuraba morderla con mucha delicadeza, diciendo: Están muy buenas, D.ª Feliciana; ¿las ha hecho usted? No podía usted ofrecerme regalo mejor, señora.

Mira al secretario del ayuntamiento qué casa tan hermosa está levantando en la plaza.» ¿Y qué sueldo tiene el secretario? preguntaba Octavio. Diez mil reales. ¿Y con diez mil reales al año se levantan casas magníficas? Ahí verás respondía D. Baltasar guiñando maliciosamente el ojo izquierdo.

Octavio se enfurece al oirlo; se lanza contra Roselo, y éste, viéndose forzado á defenderse, lo derriba á sus pies sin vida. Aparece entonces en el teatro de la lucha el príncipe de Verona, atraído por el choque de las espadas; ordena á los combatientes que desistan de su contienda, y destierra á Roselo de la ciudad por largo tiempo.

Palabra del Dia

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