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Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del viejo y de sus preguntas. ¿Que si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar. Concha que tenía algo, pero ella nada.... Nadie la quería... ¡era tan fea...! Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar hermosa por aquella boca de ochenta años.

Arcipreste Don Martín Sanchez, está el llamado por muchos, Escuche del Molino nuevo, porque efectivamente, levantando allí algo la voz, vuelven a oírse con muchísima claridad las palabras pronunciadas, como si otra voz las repitiese en el sitio de enfrente por donde pasa la carretera de Cuenca, entre cuyos dos puntos hay una distancia bastante regular.

Era para ella una emoción deliciosa oírse consultar sobre la remota pasión de aquel antepasado. De todos modos volvió a sugerir Carmen el amor en los tiempos de abuelita tenía algo de más romántico, de que yo... Era posible entregarse completamente a la ilusión divina... Hoy también murmuró Laura a media voz. ¡Oh!

Puentes de una sola pieza ocultan el torrente; vénse abismarse y desaparecer las aguas bajo el enorme arco y hasta su ruido deja de oirse. Entre los monstruosos edificios aparecen formas gigantescas, como las de los animales fósiles, cuyas osamentas dislocadas se hallan algunas veces en las capas terrestres.

Pero el resto de la guardia está en el primer piso, precisamente sobre la prisión del Rey, y allí puede oírse todo grito o señal dados desde abajo. ¿Sobre la prisión del Rey? No sabía yo eso. ¿Existe alguna comunicación directa entre el calabozo y la sala de guardia? No, señor. Hay que bajar algunos escalones, cruzar el puente levadizo y desde allí bajar al encierro del Rey.

Al tirar del cordel grasiento, el mismo tañido lúgubre, que tanto había impresionado al P. Gil la vez primera que puso los pies en aquella casa, produjo a ambos un estremecimiento de temor y ansiedad. No tardó en oírse la voz cascada de Ramiro. ¿Quién es? Gente de paz. ¿Quién es? tornó a preguntar. Soy yo, Ramiro. Abre respondió el sacerdote.

Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría y melancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza los dichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor. Si te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías de bromear, Rafael! dijo exhalando un suspiro.

Esta mañana ha pasado por aquí y ha hecho la cuenta...» Y efectivamente, señores, me enseñaron el libro y estaba borrada la partida. ¡Ese! ¡ese que está ahí la ha mandao borrar! Las últimas palabras del viejo apenas pudieron oirse. Tal fué la algazara que había levantado su discurso. ¡Tío! ¡tío! exclamó Frasquito rojo de cólera. ¡No tenga usted tanta guasa!...

Al oírse llamar con nombre tan infamante, Zarapicos, que era un rapaz honrado, aunque pobre, no pudo contener el ímpetu de su ira, y echando la mano al cuello del insolente Majito, le derribó en tierra, diciendo: «¡Figuerero!..., ¡coles!, ¡te deslomo!». Pero el Majito supo reponerse, sacudirse, levantarse, y, una vez en pie, sus manos alzaron un canto tan grande como medio adoquín.

Inmediatamente después, separó las manos sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo alguno, y mirando al techo, se echó á reir; pero su risa, sensible á la vista, no podía oirse.