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Oíanse los graves mugidos de las vacas que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato aroma campesino del heno que los mozos subían al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el ánimo. El médico sentó a la Nela en un banco de piedra en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, no se atrevía a hacer movimiento alguno y miraba a su bienhechor con asombro.

Oíanse en la trastienda ahogados martillazos, alguna canción femenina y el repiqueteo de unas máquinas de coser. Apolonio, sin doblar la cabeza a mirar al vecino, rompía a hablar: Estoy abrumado, don Anselmo, estoy abrumado. ¿Qué me falta?, preguntará usted.

El repique de la campanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vacía. Oíanse fuera gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejano chirrido de carros que salían al trabajo, rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores.

Y dirigiéndose al mozo agregó: Te vas con el señor. Media hora después íbamos, y a buen paso, camino de Villaverde. La noche estaba obscura. Allá en el corazón de la Sierra fulguraba lejana tempestad. Oíanse truenos lejanos, muy lejanos, y de cuando en cuando, a la luz de los relámpagos, descubríamos las cimas de los montes más distantes. El cielo parecía envuelto en una red de rayos.

Hablábase mucho en los apretados corrillos; oíanse los lamentos de los que ya nada esperaban y de los que temían, y no faltaba quien, para desvanecer tristes presentimientos, hiciera risueños cálculos; pero siempre flotaba sobre el llanto y las conversaciones, como respuesta á una pregunta que no se cesaba de hacer, esta frase: ¡Todas están allá!

En tanto los asesinos se difundieron por los inmensos claustros del vasto edificio. Oíanse pasos precipitados y ayes lastimeros en lo alto violentos golpes de puertas que se cerraban. Era jueves, y los colegiales externos estaban en sus casas. Muchos jovenzuelos internos fueron acometidos.

Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el esquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces por la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente: «Todavía no ha venido don León...» «ya está ahí D. León...» «ya se está vistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad que iba hacia el templo a oír la primera misa.

Entonces volvían todos los ojos hacia el rincón obscuro, donde el pobre compañero estaba en el trance de la muerte, lejos de los suyos y sin ayuda, y, acongojados los pechos, oíanse grandes suspiros. Eso es todo cuanto inspiraba a aquellos trabajadores del mar, pacientes y dulces, el sentimiento de su propio infortunio. Nada de sublevaciones ni de huelgas. ¡Solamente un suspiro!

Y por aquellas galerías discurriendo con tráfago incesante una muchedumbre de obreros, cuyas gigantescas siluetas allá a lo lejos temblaban a la vacilante y tenue luz que reinaba. Oíanse sus gritos unidos al chirrido de las carretillas: parecían presa de un vértigo, como si tuvieran que cumplir su labor misteriosa en plazo brevísimo.

La muchedumbre, legítima descendiente del pueblo que dos siglos antes presenciaba los autos de fe, aplaudía con gozosa ferocidad la caída de los monigotes en la hoguera. Cada vez que, volteando en el aire sus piernas y sus brazos chamuscados, se zambullía uno en las llamas, oíanse risas y berridos.