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Por todos los caminos que cruzaban el terreno dirigiéndose al gran centro de población como los rayos de una rueda convergen en el cubo, oíanse el campanilleo de los collares de los caballos, el rodar de los carros, el chasquido de los látigos y el eco de voces brutales. Era el feo límite en donde comienza la actividad del torbellino de la vida de París.

Las damas prorrumpieron en gritos, y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con esto el fiero Migajas, sino, por el contrario más rabioso, arremetió contra los insolentes, y, empezó á repartir estacazos á diestra y siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos, amenazas. Hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas de papel en señal de pánico.

Sonaron pasos en las habitaciones inmediatas, abriéronse puertas con estrépito: oíanse las voces y la respiración jadeante de varios hombres, como si marchasen abrumados por un gran peso. No es nada... un coscorrón. No tienes sangre. Antes de que acabe la corrida estarás picando.

Oíanse ruidos insensatos, absurdos; nada de seguido, sino truenos discordantes, silbidos tan ásperos como los de las máquinas de vapor, al extremo de tener uno que taparse los oídos. Aturdido de un espectáculo que entorpecía los sentidos, traté de recobrarme: apoyándome en un muro que se internaba y no hubiera consentido que la furiosa me arrastrara, comprendí mejor aquella algarabía.

Pronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía á nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile ó festín, y músicas sorprendentes. Flotaban banderas en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa.

Habíase izado la bandera en las dos popas, y los alemanes la saludaron con un entusiasmo gritón: «¡Hoch!... ¡hoch!». La música del Goethe subió a la cubierta de los botes, y en los intermedios del bramar de la chimenea oíanse los golpes del bombo y el armónico mugido de los instrumentos de metal.

Detúvose el fugitivo un momento, turbado, con cierto pavor respetuoso, semejante al del profano que se encontrara de repente en el fondo de las catacumbas, en medio de los divinos oficios; a lo lejos, oíanse en la calle el vals de La Gran Duquesa y los gritos de la canalla... Dio entonces dos pasos a tientas, extendiendo el brazo para salir por la puerta de enfrente a la calle de la Montera, y tropezó con un confesonario arrimado a la pared de la derecha; abrióse al punto la puertecilla baja de delante y apareció una mano muy blanca pegada a una manga negra.

En el aire flotaban los efluvios de dos toneles de vino que ya iban quedando exangües, y el vaho del estofado, y el olor de las viandas frías. Oíanse canciones entonadas con voz vinosa, y llantos de niños, de los cuales nadie se cuidaba. Componíase el círculo en que figuraba Amparo de muchachas alegres, que habían esgrimido briosamente los dientes contra una razonable merienda.

Oíanse en aquella parte del café cláusulas furibundas, proposiciones que parecían dichas en un púlpito, y descollaba sobre el tumulto la valiente voz de Pedernero gritando: «Yo le digo a usted que ningún Santo Padre ha podido sostener ese disparate. No jorobar. Yo le reto a usted a que me traiga el texto, y si no lo trae, es prueba de que lo inventa usted».

A través de la puerta cerrada oíanse a veces los sollozos de Diógenes, y escuchábanse otras los gritos de horror que él mismo se inspiraba a mismo, seguidos del llanto de la contrición, desolado, abundante, pero dulce y sin amargura, como lo es el de todo dolor que se apoya en la fe y en la esperanza.