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De todos modos, lo que no ofrece duda es que el P. Gil tiene una intervención muy principal en el asunto, y a él le pertenece la gloria de la reconciliación dijo gravemente D. Narciso. Si la hay repuso Consejero. La habrá replicó el capellán. La habrá, y aquí D. Martín tendrá quizá el gusto pronto de ver un sobrinito que le distraerá con sus travesuras y sus gracias.

Los de Aldama ni siquiera se dignaron contestarle pasando fríos y arrogantes por delante de él. Cuando se hallaban ya a alguna distancia uno de ellos dejó escapar en voz bastante alta una frase sangrienta que Narciso Luna no oyó o no quiso recoger. Tristán les esperaba en el café impaciente.

Este D. Feliciano era el marido que, según se decía en secreto, había roto una pierna al P. Narciso arrojándole por las escaleras. Los circunstantes se miraron con inquietud. Hubo un silencio embarazoso. Consejero soltó la carcajada, y exclamó, poniendo una carta sobre la mesa, como si se refiriese al juego: ¡Anda, vuelva usted por otra!

El astrólogo fingido. Amor, honor y poder. Los tres mayores prodigios. En esta vida todo es verdad y todo es mentira. El maestro de danzar. Mañanas de abril y mayo. Los hijos de la fortuna. Afectos de odio y amor. Ni amor se libra de amor. El laurel de Apolo. La púrpura de la rosa. La fiera, el rayo y la piedra. También hay duelo en las damas. El postrer duelo de España. Eco y Narciso.

La joven esperaba que el P. Gil sacara la conversación de su altercado con el P. Narciso, y de intento prolongaba indefinidamente el silencio. Viéndole taciturno y abstraído, se aventuró a decirle con voz temblorosa: ¿Está usted enfadado conmigo, padre? ¿Por qué? preguntó el clérigo con sorpresa, saliendo repentinamente de su meditación. Por la disputa que he tenido con D. Narciso. ¡Ah!

¿Pero será cierto que se gustan? preguntó la joven artesana, oyendo a su compañera expresarse tan claramente. ¡Chica, yo no ! Lo que te puedo decir es que D. Narciso no sale de su casa, y que muchos días desde la ventana de mi cuarto los veo correr uno tras de otro por el jardín de Montesinos jugando al escondite... Tanto, que se lo he dicho. ¡Se lo has dicho! exclamó la otra, estupefacta.

Otras veces obligaba a las penitentes asiduas de D. Narciso a examinarse de doctrina cristiana; o bien las prohibía cantar en la iglesia después de un mes de ensayos, o retiraba de los altares los paños que ellas habían bordado y aplanchado, o las arrojaba de alguna capilla donde habían sentado sus reales, etc., etc.

Todos comprendieron que se dirigía al padre Narciso, y esto aumentó la inquietud. El clérigo se puso colorado y murmuró: Gracias, gracias. Todos tenemos obligación... Usted va más allá de la obligación, padre... Muchas veces lo que usted hace es pura devoción replicó la hija de Osuna con encantadora sencillez. ¡Arrea! volvió a exclamar Consejero, con la vista fija en las cartas.

Sentáronse a la mesa a más de la familia, de Tristán y Núñez, Cirilo y Visita, el marquesito del Lago, su hermana la condesa de Peñarrubia que se hallaba pasando unos días en el Escorial con su madre, Escudero y su hija Araceli, Narciso Luna, muy popular en el mundo elegante y disipado de Madrid, amigo íntimo de la condesa de Peñarrubia, Gonzalito Ruiz Díaz, primogénito de los duques del Real-Saludo que pertenecían también a la colonia veraniega del Escorial y habitaban en un suntuoso hotel de su propiedad, dos hermanas de éste amigas de Clara y de la edad de ella aproximadamente, el farmacéutico Vilches, primo hermano de Elena, con su señora, el paisano Barragán y otros pocos invitados más hasta el número de treinta.

II de Eco y Narciso: «BATO. ...Vn tiempo que se dieron en usar ojos dormidos, no había hermosura despierta y todo era mirar bizco....» Capadillo, pues juegan con seis y siete. ¿Y de las que se atapan en la comedia?