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Por me robaron antes y ahora vienes en persona, probablemente para pedirme con tus lloriqueos otro pedazo de mi hacienda con que engordar á tus amigotes. Lo que voy á hacer es soltar los perros para que te acuerdes toda la vida de tu primera y última visita á Munster; y entre tanto, ¡abre paso! Diciendo esto empujó á Roger violentamente y asió otra vez el brazo de su víctima.

Cuando se hubieron reunido a su alrededor y los vio dispuestos a oírle, levantó bruscamente el velo bajo el cual se ocultaba su amigo, y les dijo con voz trémula y dolorosa: «Este es Carlos MunsterPero la palabra expiró en sus labios, sintió que las fuerzas le faltaban y cayó sobre el cadáver.

¿Qué os pasa, arquero? gritó Roger corriendo tras él y echándole mano al coleto. ¿Á dónde váis? Á Munster. ¡Suelta, muñeco! Pero ¿qué váis á hacer allí? Meterle seis pulgadas de hierro á tu hermanito en la barriga. ¡Cómo! ¡Insultar á una doncella inglesa y azuzar los perros contra su hermano! Pues ¿para qué tengo yo esta espada?

Había cerrado la noche y brillaba la luna entre ligeras nubes cuando Roger, cansado y hambriento, llegó al mesón de Dunán, famoso en diez leguas á la redonda y situado fuera del pueblo, en la intersección de los tres caminos de Balsain, Corvalle y Munster. Era un edificio bajo y sombrío, cuya puerta señalaban al caminante y alumbraban de noche dos hachones encendidos.

Se aproximó y se estremeció de horror. Un cadáver casi desnudo, pálido, destrozado, cubierto de musgo y de fango, los miembros crispados, los cabellos ralos y sangrientos, y a través del desorden de aquellas facciones deshechas y mancilladas, un aspecto lleno aún de nobleza y de dulzura; así fue como Carlos Munster se ofreció a su vista.

Esta aparición hizo circular entre los pasajeros un movimiento de sorpresa, de ansiedad, como si todos sintiesen a la vez el latigazo del deseo. ¿Dónde habían estado ocultas hasta entonces aquellas buenas mozas?... Munster requirió sus lentes para apreciar mejor la novedad.

No hay en todo el condado quien pueda pretender nobleza cual la mía. Excepto yo, repuso Roger, que soy también descendiente directo de Godofredo de Clinton y de todos los señores que ha tenido Munster en los últimos tres siglos. Aquí está mi mano, continuó sonriendo; no dudo que ahora me daréis la bienvenida. Somos las dos únicas ramas que quedan del noble y antiguo tronco sajón.

Un caballero más acostumbrado al trato de las damas se hubiera puesto desde luego á mis órdenes, pero vos me preguntáis qué os quiero. Pues bien, necesito que corroboréis con vuestro testimonio mis palabras. Voy á decir á mi padre que os encontré en la parte del bosque situada al sur del camino de Munster.

El ídolo político de mi tía, hombre formal, estudioso, lleno de buena fe, como el profeta de Münster, tenía una especie de virtud inconsciente e involuntaria para revolver las cabezas femeninas, y a pesar de toda su gravedad, de todo su juicio, contábase como cierto por los adversarios, que más de una vez, la crema de la high-life del tiempo, las señoras más encopetadas de Buenos Aires, le habían hecho manifestaciones públicas de simpatía en las ventanas de su casa, poniéndolo, en una edad que no era la de Apolo, en el caso de presidir la asamblea de las mujeres, perorar ante ellas y echarles las más metafóricas, las más eufónicas, las más pintadas frases de su cosecha oratoria.

No insistáis, amigos, que yo de buena gana os siguiera, si fuese libre mi elección. Y ahora, separémonos. allí la torre cuadrada de Munster y aquí el sendero que según me explicó el abad lleva directamente al pueblo. Dios te guarde, muchacho, exclamó el arquero dándole un estrecho abrazo. Soy pronto en odiar y en querer, y te aseguro que me duele separarme de .