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Actualizado: 17 de julio de 2025
¡Estás loco! exclamó Sánchez Morueta riendo. Por eso te ponen esa fama de hombre que tiene cosas. Si te tomase en serio, habría para sentir horror por lo que dices. Aresti se encogió de hombros. Pero ven acá, mediquillo chiflado continuó el millonario. Reconozco que esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices.
Comenzaron á llegar hasta el comedor las escalas y arpegios del piano. Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión, mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín.
Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta; pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una misa.
Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, como anonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper el silencio. Pepe, adiós dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendo una mano á su primo. Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consientes eso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir. ¡No te vayas así! exclamó el millonario con ansiedad.
El grande hombre estaba enfermo. Había transcurrido cerca de un mes sin que Aresti fuese á verle, pues no quería despertar con su presencia los recuerdos del millonario. De vez en cuando, llegaban á él vagas noticias del estado de Sánchez Morueta por los contratistas de las minas. Don José no iba al escritorio; don José estaba enfermo en su palacio de Las Arenas.
Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y Fermín Urquiola. Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía.
Así fué reuniendo una fortuna para su hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta. En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares, como él lo hacía en la ría.
Los planos de las minas, las vistas de las fábricas de la casa, adornaban las paredes. Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho, del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su pensamiento. ¿Cómo estás, Luis?...
La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar.
Hablaba como si no se diera cuenta de la sonrisilla insolente del abogado de Deusto; del gesto asombrado y medroso con que le contemplaba su sobrina como si fuese un aparecido. Aresti quiso ver á Morueta, y doña Cristina miró con inquietud á una puerta inmediata, como temiendo que el doctor llegase á pasarla. No sé si podrás verle dijo con los labios apretados.
Palabra del Dia
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