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El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en el relato.

Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero.

Por esto agarró con un entusiasmo paternal á su sobrino Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la gabarra ó por las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano, acariciándolo como si fuese un nuevo hijo. Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué para él un hermano.

Aresti no censuraba á las mujeres de su país. Eran como eran, un poco por la frialdad de la raza nada propensa á apasionarse por lo que no tenga un fin inmediato y práctico, y muchísimo más por defecto de educación, porque los mismos hombres las habían acostumbrado al aislamiento, á la separación de sexos, á asociarse las mujeres con las mujeres, no viendo en el hombre más que una máquina de fabricar dinero é hijos. ¿Qué había hecho al casarse Sánchez Morueta?

Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la esposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que helaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para subir al despacho de su primo. Por la escalera no dijo el capitán. Sube por ahí: es la escalerilla interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la cuchipanda.

Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos, las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi.

Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le dominaban; todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niño inaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, no haga usted eso», «tío haga usted lo otroPor el momento, Sánchez Morueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillo le llamase papá.

Llegaba á Las Arenas y temblaba al entrar en casa de Sánchez Morueta, como si éste fuese á presentarse iracundo é imponente, señalándole con gesto mudo la puerta.

Un cualquiera, un ingeniero como hay tantos, un trabajador de levita, qué necesita de protectores como tu padre para ganar la comida. ¡Mire usted que estaría bien, ver á la hija de Sánchez Morueta casada con un ganapán, de esos que creen ser los hombres más útiles de nuestro siglo, porque echan rayas y manejan números! Eso de las princesas casándose con pastores, sólo se ve en las comedias.