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Actualizado: 17 de junio de 2025
En aquella tierra donde se casaban las fortunas y era para muchos la única carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de un ingeniero pobre que ponía los ojos nada menos que en la hija de Sánchez Morueta?...
Los hijos del amor eran siempre los más hermosos: tenían algo de extraordinario, que rara vez se encontraba en los retoños engendrados por las parejas legales, que procrean por deber y por instinto, durante las noches blancas, de placer triste y monótono, en las que los besos tienen el sabor suculento y vulgar de la olla casera. Sánchez Morueta calló como fatigado por su confesión.
Primeramente, quería hablarle de cierta carta sorprendida en el despacho de su esposo. Sánchez Morueta había llegado el día anterior, después de una permanencia de dos semanas en Francia, por asuntos del comercio: millonarios extranjeros, que veraneaban en Biarritz y con los cuales había de tratar nuevos negocios. Esto, según él daba á entender en sus escasas palabras.
Doña Cristina dió al chauffeur la orden de llegar pronto á Bilbao y el vehículo salió á toda velocidad por entre los tranvías y carruajes que llevaban la gente á Las Arenas. La señora de Sánchez Morueta pensaba en la importancia de la reunión.
Además, dejaba á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para justificar la fuga del doctor, hablaban á todos de la grosería de su carácter y de su perversidad moral, fruto de las doctrinas impías. Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda relación con el doctor.
El cariño á Pepita era lo que mantenía las apariencias de paz de su casa: lo único que le ayudaba á sobrellevar la tristeza doméstica. Era como un puente que mantenía la comunicación entre él y su esposa. Por ella continuaba Sánchez Morueta su existencia febril de hombre de negocios. Tenía la obligación de defender lo que la pertenecía por su nacimiento.
El recuerdo del millonario y su familia, hizo que el médico y el marino hablasen de la gran transformación de Sánchez Morueta. Muy poco había sabido de él Aresti, después de su encuentro en el monasterio de Loyola. Es otro hombre dijo Iriondo con tristeza. Aquella casa ya no es la misma. Y evitaba dar más detalles, con la prudencia del subordinado fiel que teme ser indiscreto.
Lo he encontrado en la estación del Desierto, y al saber que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que te esperaba con impaciencia. Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase. Algún asunto urgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y las minas y los barcos?
Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta, dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de Bilbao.
Y así era: Sánchez Morueta sentía por Sanabre un afecto casi paternal. Encontraba en él algo de aquel hijo, que en vano había esperado en los primeros tiempos de su matrimonio. Hacía ocho años que se había presentado una mañana en su escritorio con una carta de recomendación de un amigo de Madrid.
Palabra del Dia
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